Luna Miguel

El otro día un respetable señor dijo que no existían los narradores de los noventa. Que uno de los grandes males a los que tendría que enfrentarse nuestra generación vaga y narcisista es que ya no habría novelistas que pertenecieran a ella. Y si eso era cierto, ¿quién iba a contar nuestra nueva vida? ¿A qué se vería reducida nuestra historia si nadie la relataba? ¿A un puñado de selfies? ¿A dos o tres tuits? ¿A un poema malo escrito en Instagram? ¿A una nube de hashtags?



Bueno, señor, tampoco hacía falta ponerse así, porque además eso de que no existen los narradores de los noventa es mentira. Otra cosa es que la mayoría de los escritores nacidos en esa década y que ya están publicando sus primeras novelas sean mujeres. Otra cosa es que por el simple hecho de que sus nombres sean femeninos los críticos aún no se hayan parado a buscar vínculos y respuestas a lo que sus literaturas plantean. Otra cosa es aún no se hayan atrevido a afirmar que para la generación venidera de narradores serán ellas las que tengan un peso fundamental.



Otra cosa es que nadie se haya interesado todavía en reivindicar nombres como los de Darcie Wilder (EEUU, 1990), Constanza Gutiérrez (Chile, 1990) y Cécile Coulon (Francia, 1990). Nombres como los de Sally Rooney (Irlanda, 1991), Luisa Geisler (Brasil, 1991) y Emily Roberts (España, 1991). Nombres como los de María Pérez Heredia (España, 1994), Ninette Larsen (Dinamarca, 1994) y Brittany Newell (EEUU, 1994). O incluso nombres como los de las jovencísimas pero reconocidas internacionalmente Line Papin (Vietnam, 1995) y Aura Xilonen (México, 1995) que a pesar de los contratiempos, de las zancadillas y de los gestos de vacío de muchos, han conseguido hacerse con grandes premios, ocupar decenas de portadas y ver sus obras generacionales y profundas traducidas a otras lenguas.



¿Qué decía, señor?



@lunamonelle