Image: Mil mamíferos ciegos

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Opinión

Mil mamíferos ciegos

23 junio, 2017 02:00

Eloy Tizón

La escritura visceral de Isabel González ha hallado la vasija perfecta para desarrollar sus visiones, tan carnales y a la vez tan elevadas. Mil mamíferos ciegos oscila entre la fábula inmemorial del niño perdido en el bosque, entre cazadores y jabalíes, y la pareja urbanita que practica -literalmente- sexo con los pies. Dos historias en principio independientes que sin embargo en algún momento entrelazarán sus raíces para revelar su sentido. De los vagabundos de Beckett hasta Mowgli que come flores, hay un trecho a oscuras que Isabel González alumbra con su antorcha de prosa trémula y vibrante, menos interesada en la resolución argumental que en procurar al lector una felicidad epigramática: "Los árboles construyen el viento al sacudir sus ramas". "Lo que amamos está dentro de una caja, cubierta por la tierra de otro planeta". "La señora muda ríe a saltos. A ranas". "En el jardín, las cigarras masticaban los gritos y los repetían en su idioma de cáscaras".

Ese idioma de cáscaras o gritos masticados le sirve a la autora para ampliar un espacio propio de intimidad y deseo en el que con gran libertad introduce cambios en el color de la tinta, juegos tipográficos, páginas negras de sueños o pesadillas, un ajedrez en blanco y negro en el que la narración parece desobedecer su formato tradicional y atreverse con las artes plásticas o el cine. Un cine de novela.

Atravieso esta novela como quien atraviesa un bosque. El personaje de Yago deambula a solas por la espesura, tallando figuras de madera con una navaja, y el lector tiene la impresión de que Isabel González, en este libro, también talla madera. De sus capítulos saltan esquirlas, surtidores de serrín y corcho, notas de flauta. Paseo por el amor y la muerte. El pulso valiente de una autora que tituló su anterior libro de relatos Casi tan salvaje. Esta novela también lo es. Sin casi.