Eloy Tizón

Exposición de Mateo Maté en la sala Alcalá 31. Mateo -de quien fui compañero en la facultad de Bellas Artes, hace tres décadas- ha "hackeado" (por expresarlo de algún modo) las esculturas grecolatinas clásicas, aupadas en sus pedestales, reproduciendo a un discóbolo con michelines, a un gladiador travestido o a una Venus embarazada. Lo que nunca se cuenta en el poema homérico de ninfas y cíclopes. Maté ha toqueteado aquí y allá con inteligencia y humor el canon de belleza épico, pero no mucho, lo suficiente para subvertirlo o al menos poner en tela de juicio la fuente de su eterna juventud. Muy al fondo está Duchamp pintando bigotes de humo a la Gioconda, como el alumno rebelde del último pupitre, dado que el arte moderno a menudo es el comentario irónico sobre el arte tradicional, su inversión o su reescritura torcida.



Además de esto, Maté ha parcelado la sala con cintas de seguridad que teledirigen al espectador a través de un recorrido fijo, cuidado con salirte de tu carril, creando un laberinto aeroportuario y un tanto burocrático, casi kafkiano, lo cual añade una segunda piel de significado -si es que no es la misma- a su discurso subyacente acerca del orden y el desorden, el control y el descontrol, las prohibiciones y el cuerpo.



Mateo Maté pertenece a la misma promoción que ha dado artistas plásticos tan brillantes como Alfonso Sicilia Sobrino u Óscar Seco, entre otros. Todo el dispositivo de su exposición al final se revela como una especie de test o prueba de alcoholemia a la belleza de los dioses del Olimpo: "Sople aquí". La mayoría de los cuales, me temo, dan positivo. Sobre ellos Maté ha practicado una cirugía estética inversa, para envejecerlos o cambiarlos de sexo o humanizarlos. La tiranía de la perfección produce monstruos y esos monstruos somos nosotros. Qué liberador resulta saber que Helena de Troya, vista de cerca, tenía acné.