Gonzalo Torné

Que la mente tiene sus ilusiones es cosa bien sabida, pero no por eso sorprende menos que entre ellas figuren unas muy parecidas a las ópticas, esas que alejan lo cercano y acercan lo lejano. Un ejemplo: los pésimos cálculos iniciales con los que la mente aventura el tiempo que tardará en escribir un artículo, encalzar una traducción, dibujar un mapa, diseñar una página web o resolver unas compras. Este desesperante error de cálculo, que los dedicados a profesiones más o menos liberales nos vamos confiando con la moral por los suelos, tiene una variante lúdica (o por lo menos cómica): los proyectos de lectura de verano, concretamente la lectura "de vacaciones". Planes emborronados a menudo durante los apretones del curso laboral y que todavía no agotada la primera semana de agosto (justo cuando asoma el amenazador Día de la Asunción, absurdo como cavar un pozo dentro de un pozo) empiezan a revelar con muecas de burla su carácter irreal.



Hasta que empecé a relacionarme con pre-millenials (nacidos en los noventa, vamos) atribuía la ilusión óptica conocida como Plan de Lectura Veraniego a una trampa (otra) de la esperanza. Pero estoy cambiando de opinión y ahora lo relaciono más con una suerte de acopio, un hábito instituido por una antigua necesidad, y que desvanecida la urgencia sigue agitándose por inercia; justo como el abuelo que por atravesar en su juventud una época de penurias, y pese a estar informado de las toneladas de comida que arrojan a la basura los supermercados en cuanto cae la noche, le sigue doliendo no terminarse el plato.



Digámoslo de una vez: a menos que uno se especialice hasta el delirio la Red nos permite acceder a cuantos textos se nos antoje, y también a música, películas, documentales y tebeos. Cierto que no siempre de manera estrictamente legal, pero tengamos la edad que tengamos en cuanto a "disponibilidad de consumo cultural" no hay la menor diferencia entre agosto o julio y cualquier otro mes.



Para los que pasamos la adolescencia en un mundo sin Red sí que había una gran diferencia entre los meses de vacaciones y el resto, ¡vamos si la había! Por ejemplo, para un lector de tebeos el hábito quedaba reducido (y amenazado) a causa de los retrasos de la distribución, el cierre de las tiendas especializadas y los caprichosos (por no decir capciosos) horarios de los quioscos. Recuerdo haber hecho en plena canícula una ruta por Sants y barrios adyacentes en busca de algún número que echarme al coleto, con una angustia parecida a la que según dicen experimentan los marsupiales mientras recorren el desierto en busca de una improbable vía de agua. Para más INRI las editoriales publicaban unos jugosos "Especiales veranos" que con suerte leeríamos pasadas las primeras lluvias.



De alguna manera creo que esos tiempos de escasez veraniega se han impreso en alguna zona inconsciente de nuestros cerebros y desde allí piden acopios como si la fuente maravillosa de la Red fuese a secarse en algún momento. Y esto explicaría también la cara de pasmo de mis amigos pre-millenials ante esos Planes de Lectura Veraniega tan ambiciosos que servirían para alimentar la lectura de un año.



Recurro a los recuerdos, pero no a la nostalgia. Aquellos tiempos, hábitos y carencias, no nos engañemos, eran una lata. Por no decir que eran una porquería.



@gonzalotorne

El resentimiento ex machina

No falla. Si existiese un centro de análisis y estadística aplicada a Redes Sociales sin duda nos avisaría de que el 73,28% de las discusiones terminan recurriendo a "tú lo que eres es un resentido". Versión ácida del aserto, jamás probado, según el cuál la "esencia de los españoles es la envida". Recuerda un poco la trampa de Eurípides a quien cuando la trama se le liaba más de lo conveniente hacía descender un Dios en una especie de grúa para deshacer el pollo. En lo mismo incurren nuestros internautas: cuando ven que tienen más seguidores, una página en un periódico o dos ediciones de su última novela apelan al resentimiento para zanjar la discusión. Cosa bastante sorprendente dado que los argumentos se sostienen o no con independencia de la intención que los motive o del estado de ánimo desde el que se enuncian. Dicho de otro modo, quien recurre al estado subjetivo de su adversario para descalificarlo levanta acta de su propia impotencia. Con un agravante: si no eres capaz de seguir un argumento, ¿para qué te metes a discutir?