Agustín Fernández Mallo

El cine nace con la peculiaridad de hacer de lo ordinario algo extraordinario. Los primeros espectadores que vieron en pantalla la anodina y documental llegada de un tren a una estación, filmada por los hermanos Lumière, aterrados se tiraron al suelo de la sala de proyección. Pero también el cine sugiere lo contrario, hacer de lo extraordinario algo cercano: pocos años más tarde, el padre del cine fantástico, Méliès, filma (o hace que filma) una nave tripulada incrustándose en la Luna; todo el auditorio, inmóvil en su silla, lo contempla con una emoción sin parangón hasta entonces. Parece que el cine, como la literatura o la música, está diseñado no para comunicar tranquilidad sino para que el terror y la sorpresa se materialicen. El lenguaje no sólo fue inventado para describir la anomalía sino para incluso hacer aparecer lo inimaginable. Esta característica cubre todo el espectro de posibilidades.



Roland Barthes cuenta que un día, descansando en un bar, intentó enumerar las conversaciones, ruidos de sillas, de vasos y toda la estereofonía que entraba en sus oídos, y se quedó maravillado al descubrir que el bar de fuera también estaba dentro de su cabeza, "yo mismo era un lugar público." En el ámbito de los procesos administrativos, fue Kafka quien por reducción al absurdo llevó el pleito judicial al extremo del asombro artístico. El extremo artístico de las relaciones laborales, la obra maestra de los contratos de trabajo, no es el sueldo sino agosto; las vacaciones no son más que un maravilloso truco literario en el que durante 30 días trabajas para otros. Así, ojalá este mes haya pleiteado hasta el final con el director del hotel, o permanecido atento a los ruidos del chiringuito. Que con asombro o terror no haya perdido la oportunidad de hacer de agosto algo realmente extraordinario, su pieza de arte (laboral) definitiva.



@FdezMallo