Gonzalo Torné

Cada día me "informo" más por Redes Sociales: apenas enciendo la televisión, me cuesta escuchar la radio, y he perdido el hábito de leer un periódico de punta a cabo. En fin, como tanta otra gente, todo lo fío a la circulación digital de enlaces. Soy consciente de las limitaciones que supone este "hábito de consumo": riesgo de "encerrarse" con un grupo de personas que piensan más o menos como uno mismo, y perder la perspectiva general del paisaje a fuerza de insistir sobre los asuntos que más me interesan.



Trato de subsanar estas deficiencias con la estrategia de seguir a usuarios que no piensan como yo (siempre que no sean demasiado pesados ni horribles) ni en cuestiones políticas ni de gusto, y a unos cuantos con intereses que no coinciden con aquellos hacia los que me inclino de manera natural, pero de los que en el fondo (el deporte o los "avances científicos", por decir algo) no me interesa desconectar.



La manera de informarme no deja de ser periodística, pues las Redes Sociales más allá de algunas reflexiones puntuales suele ofrecernos, ante todo, un surtido de enlaces.



Me he convencido de que navegando tres cuartos de hora al día me quedo más o menos informado, y, por supuesto, doy por seguro que sé de qué me hablan. Llegados a este punto el lector quizás quiera protestar: "faltaría más, ¿cómo no va entender de qué le hablan? Si la información se difunde para eso: para que se entienda de buenas a primeras". Pues bien, he descubierto que entender la información no es un asunto tan automático.



Si estoy de viaje una semana puedo seguir acudiendo a mis raciones de información vía Redes Sociales sin merma de comprensión, pero en cuanto la estancia se prolonga más allá de una quincena empiezo a no entender del todo de qué se me habla, y lo que quizás sea más importante, pierdo de vista la reacción que se espera de mí como lector (algo que casi siempre tiene claro quien escribe y que configura el juego de la comprensión). Entro en una fase, mitigada si se quiere, de ese túnel borroso que conoce bien cualquiera que enciende un televisor en el extranjero: y es que aunque entienda (más o menos) el idioma, el informativo suele llegarle desdibujado, como si no terminase de sintonizar con todo lo que está en juego, y se le escapasen los significados implícitos y los sobreentendidos.



Me atrevo a compartir estas reflexiones porque ya son varias personas (más de media docena) las que ya me han comentado experiencias parecidas (todas ellas con hábitos de consulta parecidos), y no porque tenga una solución al enigma. Ni ellas ni yo tenemos la sensación de comentar con asiduidad las noticias con amigos o familiares, sino más bien de vivir de espaldas a la actualidad. Pero para no incurrir en hipótesis telúricas quizás sea prudente admitir que existe un poco de atmósfera comunicativa imperceptible que permite dar marco y profundidad a las informaciones, y que al alejarnos de él queda un tanto laminada la capacidad de orientarnos.



Dicho de otra manera: quizás con la Red y la información digital no basta, quizás se necesita de algún tipo de contraste o apoyo conversacional. Expreso todo esto de manera muy tentativa, casi con la promesa de volver al asunto en cuanto haya sacado algo en limpio.

Lágrimas de cocodrilo

Por regla general el orden de circulación de las noticias suele ser: algo que ocurre en el mundo físico se refleja en los medios de comunicación y después comentado en redes sociales. Algunas veces se invierte el orden: en ocasiones la red se incendia por algún roce insignificante entre famosos o por uno de esos zasca que deja a todas las partes un tanto abochornadas. Por eso sorprende ver cada vez a más columnistas de medios con una difusión nacional que usan sus espacios remunerados para regresar a disputas que han tenido en Twitter o revisarlas, una estrategia un tanto ratonil en la medida que en la Red Social todos los usuarios son iguales, pero una vez en la columna, ¿cómo van a responderle si no disponen de un altavoz de resonancia parecida? Peor aún: no nombran a la persona con quién discuten o se esconden tras invenciones rimbombantes o risibles como "guerra cultural". Sorprende también que las personas que les contratan admitan que su empleado ocupe el espacio lloriqueando como columnista lo que no fue capaz de defender como tuitero.