Eloy Tizón

Durante su último concierto en Madrid en 2009, Palacio de los Deportes, prometió con su laringe de nicotina: "Estamos aquí para darlo todo, porque es posible que no volvamos a vernos". Acertó, en efecto. Y eso que en aquella ocasión compareció en plena forma sobre el escenario, dando saltitos de duende que nos hicieron reír. Ni rastro de senectud en su cuerpo enjuto aunque cargado de años, su traje elegante de tahúr y su sombrero gris perla. Hace falta mucho bagaje para vestir con estilo ese traje y ese sombrero; no todos pueden. Se requiere mucha historia detrás y unas cuantas postales ribeteadas de pintalabios: Suzanne, Marianne, Janis, Rebecca...



En otro momento se arrodilló y entonó su plegaria: Hallelujah. No escatimó esfuerzos, ni energías físicas ni mentales, ni bises. Fue generoso con una audiencia entregada, consciente de su aureola y su mito, pero sin renunciar a la autoironía, la broma y el humor negro. Nos regaló su más valioso tesoro: su tiempo y su arte. Nunca se sabe cuándo puede ser la última vez que coincidamos aquí y no hay cura para el amor.



Aquel caballero murió hace un año por estas mismas fechas y está, según aseguran, enterrado en Montreal, en una simple caja de pino sin adornos, por propia elección. Su voz sigue transportándonos y formando parte del tejido de nuestras biografías, en incontables circunstancias en que él estuvo presente, y estará, con su sollozo hebreo y sus cabriolas de violinista en el tejado. Delgado y escueto como una isla griega o un aforismo. Bien escoltado por sus músicos que en Madrid parecían una banda de zíngaros balcánicos festejando la belleza trágica de la vida. Rodeado por los fantasmas de sus amores extintos vagando por los pasillos del hotel Chelsea. Hace un año se nos murió un amigo al que nunca conocimos. No hay cura, no. Abandonó este mundo dando saltitos, igual que en aquel escenario.