Image: Contra la invisibilidad

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Opinión

Contra la invisibilidad

10 noviembre, 2017 01:00

Gonzalo Torné

Pese al extenuante e inconsolable fracaso del ebook (difícil recordar un cachivache en el que se invirtiera tanta publicidad y sufriese un rechazo tan generalizado en un periodo tan corto de tiempo) algunos argumentos de la campaña profética han calado más hondo que otros. Por ejemplo: aunque una mayoría de lectores y compradores reconoce (y tiene ya asumido) que la "crisis del papel" se entiende mejor enmarcada en una crisis económica de alcance casi mundial que redujo de manera muy sensible el presupuesto que las clases medias destinaban al ocio y a la formación, antes que en una torticera, injustificada (y muy traída por los pelos) "crisis tecnológica", no son pocas las ocasiones en las que si este asunto asoma en una conversación alguien argumente que el causante del fracaso del libro electrónico fue el propio sector editorial al enrocarse en la obstinación (algo perversa) de no bajar su precio como le recomendaban los "especialistas".

El argumento es ciertamente impresionante: una industria que se pone a sí misma palos en las ruedas por no querer adaptarse a los vertiginosos cambios tecnológicos y a los consejos de sus arúspices. Sería, me temo, el primer caso en la larga historia del mundo empresarial. La explicación quizás sea más sencilla: en vista de que sus previsiones iban fallando estrepitosamente los profetas conjeturaron que el problema era el precio: que los editores debían bajarlo y seguir bajándolo aunque dejase de ser rentable.

El disparate en términos económicos es evidente, pero si ha calado entre algunos lectores es también por el desconocimiento general que el "público" tiene de la cantidad de gente involucrada en un libro. No solo se trata del autor y del editor (que aquí equivaldría a "contratista"), también intervienen traductores, correctores de estilo, antólogos, correctores orto-tipográficos, diseñadores, redactores (para los textos de cubierta)... Una cantidad de profesionales que imposibilitan bajar el precio del ebook hasta los guarismos de limosna que sugerían los profetas. Parte de este desconocimiento es responsabilidad del propio mundo editorial, por lo común bastante cicatero (en comparación con la industria del cine) cuando se trata de acreditar a sus propios trabajadores. ¿En qué perjudica que sepamos los nombres y los apellidos de los correctores? ¿No se apoyan los directores en fotógrafos, y los guionistas de televisión en dialoguistas? ¿No se acredita también a los especialistas en escenas de riesgo?

Para evitar errores del pasado propongo algo mejor que limitarse a acreditar, también estaría bien que en las páginas web de las editoriales se ofreciese material que, a medio camino entre lo curioso y lo pedagógico, testimoniase este trabajo: pruebas de traducción, de corrección, conversaciones cruzadas sobre el diseño o la elección de la imagen de cubierta… Las opciones son múltiples. Tengo la impresión de que estos "materiales adicionales" interesarían mucho al lector que está dispuesto a recomendar una novela o un ensayo que le hayan convencido. Mucho más, en cualquier caso, que los materiales digitales complementarios (trailers, mapas, videos...) que apenas podían "consumirse" con una sonrisa condescendiente.

El regreso de las gafas

¿Se acuerdan de las gafas de Google? Apodadas como las gafas "inteligentes" se presentaron al público en 2013 y debían empezar a comercializarse hace dos años. Aunque se desarrollaron programas y aplicaciones, probablemente las recuerden por el impacto que producía ver al usuario con un visor tan aparatoso sobre la nariz. Una cosa como de risa. Reaparecen ahora, pero ya no dirigidas al mercado de "consumidores individuales" sino al mundo empresarial. Por lo visto, las gafas son ideales para las compañías aseguradores y para los mineros. Como se trata de dos ámbitos ajenos a mi competencia me divierte pensar que es uno de los pocos casos donde un adminículo tecnológico sufre un rechazo inmediato por motivos estéticos. No es el caso, por lo visto la capacidad de las gafas de fotografiar y grabar en video sin que nadie se diera cuenta las situaba fuera de la legalidad en varios países con mercados populosos. De manera que más que feas o inteligentes el problema de las gafas Google fue que inducían a la delincuencia. Ahora que las cosas (por puro agotamiento empresarial) vuelven a su cauce no está de más darles las gracias.