Agustín Fernández Mallo

El Servicio de Correos le trajo el paquete hasta la puerta. No tenía ni idea de qué contenía pero venía remitido por su madre, residente en una ciudad en la otra punta del país. Al abrirlo se encontró un mantel. Recuerda haberlo visto en la casa de sus padres, nunca usado y siempre en el segundo cajón de aparador del salón. Lo despliega. Sobre la tela, de un blanco nuclear, el bordado de algo parecido a hojas de parra recorre todo el perímetro. En su centro, una gran elipse dibuja más hojas de parra y ramos de rosas bordadas con colores imposibles para unas rosas. Se pregunta qué significa tener ante sí unas flores que, salvo extrema mutación, la naturaleza nunca podrá concebir. Lo bordó su madre cuando él era muy pequeño, tanto que no lo recuerda, pero ella se lo ha contado cientos de veces. Junto con el mantel, también le envía el correspondiente juego de doce servilletas. Un mantel francamente grande y laborioso.



Sólo días más tarde, en una segunda ojeada, detecta el rastro de unas letras que, impresas en tinta negra pero ya muy borradas y prácticamente ilegibles, salpican azarosamente el mantel. Es entonces cuando llama a su madre para darle las gracias por el regalo e interrogarla por esas letras. "Si te fijas, hijo, el mantel está hecho con ocho rectángulos de tela cosidos entre sí, apenas se notan porque hice los pespuntes muy finos. Son sacos de azúcar que en la posguerra los abuelos nos enviaban de Cuba. Tras blanquearlos con lavados de lejía los reciclábamos para sábanas y manteles y cosas así. Esas letras que ves son las del rótulo de la compañía azucarera cubana, que venían impresas en el saco. Nunca era posible borrarlas del todo".



Hoy ha hecho un descubrimiento asombroso: ha contado las letras de uno de esos rótulos que, aunque ya ilegibles, han atravesado el mar y la lejía y el tiempo y le salen 140 caracteres.