Gonzalo Torné

Como el título del artículo indica se está librando una cruenta guerra para interpretar y fijar qué papel tienen los teléfonos en nuestras vidas. Como me resisto a llamarle "inteligente" a una herramienta que, por elemental y limitada, está fuera de cualquier criterio de elasticidad intelectual precisaré que me refiero a estos gadgets capaces de transportar a una misma pantallita (que se desplaza en alguno de nuestros bolsillos, siempre cerca) las notificaciones de las distintas redes sociales, grupos de guasap, correos electrónicos y apps... más o menos solicitadas.



Es evidente que se ha producido un cambio de hábito: ya no tenemos que esperar a volver a casa (o llegar al trabajo) para consultar y responder a las notificaciones: las distintas rutas comunicativas están abiertas todo el tiempo, a menos que perdamos el teléfono, se nos apague o nos lo dejemos en casa.



Pero como hoy en día una tecnología no es nada si no cotiza en el Índice de Incidencia Revolucionaria en Nuestras Vidas (IIRNN), y parece que pasar de consultar las notificaciones en casa a consultarlas en el bus es poca cosa existe una corriente de opinión convencida de que estos teléfonos-centralita nos han cambiado la vida.



Lo que no queda nada claro es cómo nos la han cambiado. La facción derecha de la IIRNN asegura que el teléfono contribuye de manera decisiva a la procrastinación laboral. Este espantoso vocablo (que parece haber deglutido la palabra "castración") no quiere decir otra cosa que "demorar, postergar, retrasar o retardar algo". Y ese algo, según nuestra facción de derechas, son las obligaciones laborales, que se resienten del trasiego de notificaciones.



Pero resulta que la facción izquierdista del IIRNN, si bien coincide con la radicalidad del cambio en nuestras vidas, la percibe en el sentido contrario: lo que queda invadido y arruinado por las notificaciones laborales que nunca cesan es la lábil dimensión conocida popularmente como "ocio". ¿Cómo vamos a concentrarnos en un libro o en una película, en el puzzle o en el punto de cruz, en el huevo poché o en el barnizado de una silla en el mismo comedor donde, inflexible, el teléfono nos bombea notificaciones y menciones?



Estos son los términos de la guerra, en la que no resulta sencillo tomar partido. Como siempre he querido ser kanitano (sin mucho éxito hasta el presente) voy a intentar una síntesis. Y es que los dos extremos tienen razón, no tanto en el índice de IIRNN (las vidas, mal que les pese a los revolucionarios tecnológicos, siguen siendo muy parecidas a las del siglo XVI, y les afecta más una leve brisa social y económica que el más propagado de los adminículos informáticos o digitales) como en que las dos áreas (la laboral y la del así llamado "ocio") se pisan las unas a las otras y tienen a invadirse mutuamente en un embrollo o engrudo difícil de separar.



Queda por ver si la manera de presentar este fenómeno como una suerte de catástrofe (¡qué mal no poder trabajar! ¡qué mal no poder divertirse!) es una inercia del pensamiento (que parece más profundo cuanto más desastre conlleve) o queda desmentido por los propietarios de dichos teléfonos: que más bien parecen encantados con la posibilidad de pasar de un estado a otro a su conveniencia y no dividir su vida en dos bloques incomunicados y estancos.



@gonzalotorne

Material gráfico

Uno de los dilemas (y retos) a los que se enfrenta el editor de libros es el del pliego de fotos. O bien encarece la edición o bien se resigna a ese asalmonado desvaído tan poco estimulante (y que si las fotos son de principios del XX le dan al libro un aire de improvisación amateur). ¿Y no es casi opresivo que cuando cualquier hijo de vecino te cuelga cien fotografías en Instagram en una tarde, tener que ajustar la cantidad de fotos a las limitaciones y caprichos del pliego? Quizás se podría asignar una cuenta de Instagram a cada libro donde pudiera exponerse la documentación gráfica asociada a los capítulos o párrafos que lo necesitasen, sin otra limitación que el criterio editorial. Incluso se podría, ahora que se ha puesto de moda certificarle al autor la compra o la lectura de un título con una fotografía, incluirlas en dicha página. No deja de ser curiosa la velocidad que hemos pasado del entusiasmo acrítico hacia las actividades colectivas en el medio digital a un olvido casi homogéneo.