Image: Participación y democracia

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Opinión

Participación y democracia

26 enero, 2018 01:00

Gonzalo Torné

Cuesta negar que la Red ha supuesto una expansión democrática de la opinión. Se han multiplicado las posiciones desde donde es posible emitirla, y pese a los intentos de mitigar sus efectos: "son una turba", "son una jauría", "no les escucha nadie"… Lo cierto es que dada la tendencia humana a responder (y el hábito asombroso de los redactores a buscarse por la Red, a ver qué han dicho de ellos) si un internauta es hábil se produce cierto intercambio o flujo de ideas. Sobre todo si contrastamos esta época con aquella en la que el lector apenas podía expresarse en la incómoda rendija de "las cartas al director".

Dos ejemplos de que se produce cierta escucha (llamarle diálogo ya sería un abuso): que algunos de los usuarios de redes dan el "salto" a medios remunerados, que ya se toman Twitter o Facebook como una cantera; y que se esgrimen patochadas como la "postcensura" para lamentar aquellos tiempos en los que se podía graznar en público sin réplica, es decir, sin responsabilizarse de lo dicho.

Si bien todas las expansiones de la opinión son en principio democráticas no siempre redundan en un incremento de su calidad. Pienso, por ejemplo, en los referéndums. A bote pronto parece la apoteosis de la democracia: resolver un tema preguntando al pueblo (en su totalidad y conjunto), un hombre un voto. Pero al margen de los resultados supone un fracaso de la democracia representativa: ese sofisticado acierto por el que a los ciudadanos se nos convoca a refrendar una gestión y a decidir sus líneas maestras cada cierto tiempo, pero que nos alivia de estar al corriente de los pormenores de un espectro amplísimo de temas. Tan caudaloso que es imposible abarcarlos. Si se suprimiese la representatividad se nos obligaría a votar desde la intuición oscura del sentimiento, por no decir desde la ignorancia.

Tras darle muchas vueltas pienso que los comentarios que se abren tras los artículos suponen otro caso de ampliación formal de la democracia que conlleva una pérdida de calidad. Mi impresión es que son escritos como una suerte de reacción espasmódica, redactados mentalmente a medio artículo, sin atender a los matices (que es donde está siempre el jugo), tratando de simplificar los argumentos del texto para que responda sin fisuras a una de las polaridades confrontadas. Quien actúa así se falta al respeto a sí mismo al revelarse incapaz de tomarse su tiempo para absorber el texto y contrastarlo con sus propias posiciones. Por no decir que distorsiona (con textos que equivalen a grititos) la lectura de terceros, y se degrada la única justificación civil del columnismo: el debate público.

El asunto tiene mala solución (como siempre que involucramos el criterio) pero creo que mejoraría si abriésemos para cada artículo un espacio donde se publicasen las respuestas articuladas de quien quisiera responder. No menos de dos o tres párrafos, con alguna aportación al asunto e invitando a nuevas respuestas. Y con el compromiso del articulista de pasarse cada cierto tiempo a comentar, responsabilizándose así de lo escrito.

Al fin y al cabo, si existiese algo así como la calidad democrática de la música tendría relación con el fácil acceso a su enseñanza y a los espectáculos, y no tener que soportar a los vecinos de platea desgañitándose a bises improvisados después de cada "ejecución" de los profesionales.

@gonzalotorne

Adictos al vaticinio

Entre las muchas adicciones que persiguen al ser humano (o son perseguidas por él) una de las más discretas y populares es la consulta del tiempo. La aparición de los canales de televisión especializados ya transformó paulatinamente a muchos ciudadanos, que antes se resignaban a pasar calor en agosto y frío en febrero, en una nueva especie: los esperanzados consultores de los gurúes meteorológicos en busca de un improbable milagro. Las cosas se han salido de madre con internet. No solo podemos consultar la previsión por horas (de la radiación solar, del viento, de la humedad, de la sensación de calor, de la niebla y de la bruma) o consultar historiales de una extensión prodigiosa; también podemos echar un vistazo a cómo las pasan en aquellos sitios donde fuimos felices, y contrastar que todo avanza según el orden acordado: lluvia en la Selva Negra, calor tórrido de Melbourne, nieves eternas en los Alpes. La confluencia de estadística y vaticinio (y la posibilidad de contrastarlo en unos minutos, a diferencia de las profecías atemporales del caradura de Nostradamus) es irresistible.