En los últimos años, desde que se puso a rodar la bola de nieve del llamado procès, algunas voces han recordado, aquí y allá, con propósitos a veces antagónicos, la figura de Manuel Azaña, su posición respecto a la “cuestión catalana”, y los padecimientos de distinto signo que tuvo que sufrir por su causa. Es un asunto apasionante, que sirve excelentemente para encuadrar el procès en una perspectiva histórica compleja y muy aleccionadora, de la que cabe deducir no pocos paralelismos y un montón de avisos para caminantes.
Es sabido que el último artículo que Ramón del Valle-Inclán escribió y publicó fue una “nota literaria” sobre Mi rebelión en Barcelona (1935), el libro en el que Manuel Azaña hacía recuento de las circunstancias que condujeron a su encarcelamiento por su presunta implicación en la huelga general revolucionaria convocada en Barcelona el 5 de octubre de 1934 y la consiguiente proclamación del “Estat català” por parte de Lluís Comnpanys, el día siguiente.
El libro de Azaña obtuvo en su día un importante eco. El lector curioso puede descargar de la red el texto íntegro de la segunda edición, impresa en Madrid (sin duda muy a la rápida, vista la cantidad de erratas que contiene). El dignísimo pliego de descargo de Azaña se presenta precedido de un vibrante manifiesto de apoyo que en su momento la censura impidió difundir y que suscribe un amplio elenco de intelectuales españoles, la mayoría poco sospechosos de simpatías segregacionistas, entre ellos José Bergamín, Américo Castro, León Felipe, Federico García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Gregorio Marañón, Fernando de los Ríos, José María de Sagarra y el ya mencionado Valle-Inclán.
En su nota -escrita con el característico estilo cáustico de El ruedo ibérico- Valle observa cómo “este libro tan sereno tiene una última sugestión aterrorizante. Se sale de su lectura como de la visita a esos museos donde se guardan antiguos y anacrónicos instrumentos de tortura. Esta prosa tan concisa pone en pie los fantasmas de un pasado que habíamos supuesto abolido; remueve las larvas del terror a los jueces, de las acusaciones absurdas y venales, de la letra procesal, del tintero de cuerno, del estilo de las relatorías, de la coroza, del pregonero, del verdugo, todo el viejo melodrama procesal que aún roen las ratas por los sótanos y desvanes de las antiguas chancillerías [...] Don Manuel Azaña advierte con sereno juicio que el aura inquisitorial de su proceso no viene ni del rigor del encarcelamiento ni de su largo plazo, que no pasó de ochenta días, a bordo de un barco de guerra. El austero político republicano muestra en la consideración del suceso una desdeñosa indiferencia y aun pone en el comentario las sales de donosas burlas. El aura inquisitorial de estos autos es una consecuencia del ruin sectarismo que anima la represalia ultramontana contra el político del primer bienio republicano...”
El mismo Azaña que amparó la proclamación del Estatut de 1932 fue muy crítico contra la del “Estat català”. Al conseller Joan Lluhí, que el día 6 de octubre -hallándose Azaña en Barcelona para asistir al entierro de Jaume Carner- le comunicó la decisión de proclamar el “Estat català”, Azaña le advirtió tanto de los riesgos de un más que probable fracaso como de una eventual victoria, que, de producirse, sería muy difícil de administrar y derivaría en descrédito y frustración. El agudo diagnóstico que aquellos días hizo Azaña de la “cuestión catalana” mantiene en la actualidad casi completa vigencia.
Tanto más sangrante es la saña con que una derecha envalentonada lo enrejó, induciendo torticeramente, con “la muda complicidad del Parlamento” (Valle dixit), un proceso que reveló enseguida su absoluta falta de fundamento y el espíritu de represalia que lo impulsó.
“Nunca la inquisición judicial y el reporterismo han sellado más amoroso concuerdo ni han colaborado con más ardor”, escribe Azaña en Mi rebelión en Barcelona. ¿Nunca? Un libro que en momentos como el presente sirve admirablemente para reprobar las conductas tanto de unos como de otros, poniendo en evidencia una vez más hasta qué extremo se perpetúan, por las dos partes enfrentadas, actitudes cuya perseverancia sólo puede ser entendida como inequívoco indicio de la rentabilidad que todos sacan de su propia obcecación.