De reptiles y anfibios. Estábamos los del gremio del periodismo cultural en Alcañiz, oreando las entrañas del oficio en un curso bajo el guante de satén de Eva Defior. Cenaba en la terraza de mi hotel cuando vi en su fachada media docena de lagartos de un palmo y de color gris cementoso.
Algo pasmado por el hallazgo, y rodeado de tanta sugestión gótica, renacentista y barroca como se concentra en la Plaza de España de esa ciudad, estaba a punto de decidir que componían una inopinada incrustación decorativa. Pero, con mi asombro en alza, empezaron a corretear por la pared, y tampoco eran lagartos.
La escueta camarera me informó: eran salamanquesas o dragones, y hay más formas de llamarlos. La salamanquesa, un reptil, nada tiene que ver –con ese nombre tan propicio para una empresa de autobuses regionales–, con la salamandra, un anfibio negro-amarillo.
Gaudí dio inmortalidad –y salida comercial en las tiendas de regalos– a las salamandras, colocando una colosal en la escalinata de entrada al Parque Güell, núcleo duro de concentración de selfis. Siguiendo la muy larga tradición de adornar los templos con animales, también situó alguna salamanquesa en la Sagrada Familia.
Y algo tendrá la salamandra que da marca a la productora de Fernando Colomo y a una editorial española, mientras que Alain Tanner inauguró el solito el Nuevo Cine Suizo –todo arte aspira a nuevo hasta hacerse viejo– con, precisamente, La salamandra (1971).
Un hijo cualquiera. Me retiré a mi habitación con cierta aprensión, pues no era plan encontrarme con una salamanquesa sobre la almohada. Me esperaba algo mucho mejor y, con probabilidad, más inquietante: Un hijo cualquiera (Libros del Asteroide), de Eduardo Halfon.
Es imposible leer por primera vez una de las obras de Eduardo Halfon y no correr a buscar las anteriores
Cuesta no seguir fatigando el calificativo de obra maestra para enmarcar los sucesivos libros de Halfon. Es imposible leer por primera vez una de sus obras, y no correr a buscar las anteriores, y no esperar con ansia las siguientes.
A los círculos concéntricos de su país (Guatemala), su familia judía y él mismo, se añade ahora su hijo, la experiencia seleccionada de la paternidad y del hijo, que entra y sale por los espacios y los tiempos como entran y salen, desde los recuerdos personales, esos personajes insólitos, desorbitados, a veces terribles, que suelen dar una intensidad violenta a los calmados y breves relatos de Halfon. Sin un gramo de grasa.
Con finales donde no busca el autor el impacto de lo inesperado (O’Henry), sino donde el lector encuentra una imprevista y delicada sutileza que lo conmueve. Y no se pierdan la falsa teoría de cómo matar a un sapo (otro anfibio) en agua hirviendo.
El buscador. Albert Serra viene a decir que, con un mapa de ruta poco detallado y con un equipo ligero, emprende los rodajes en actitud de búsqueda. Sus hallazgos culminan en la sala de montaje, su verdadero taller de construcción, donde siempre encuentra y desarrolla algo distinto de lo que buscaba.
Así, en Pacifiction. Así también, el espectador, en ausencia de ruta argumental clara, debe acompañar a Serra en su aventura poscolonial tahitiana, a ver qué encuentra en la experiencia de una sensual inmersión en colores, sombras, músicas y sonidos. Lluvia. Ante una gigantesca ola en el mar azul, por ejemplo.
Puede que no sepa decir si la película le ha gustado o no. Lo que es seguro es que no saldrá de la sala igual que ha entrado. Notará que ahora carga con sensaciones que se transformarán en breves recuerdos inolvidables y difíciles de procesar. Serra dispara desde la pantalla, pero la bala se toma su tiempo para dar en el blanco.