Una casa. El trato educado, limitadamente cordial y siempre alejado que mantuve, en contadas ocasiones y en algún escenario social de compromiso, con Javier Marías, tomó otro cariz, algo más estrecho y mucho más afectuoso, una soleada mañana de mayo de 2016.
Superando los protocolos de accesibilidad establecidos por Marías, me encontré sentado en el salón-despacho de su casa –¿un tercer piso?– de la Plaza de la Villa de Madrid, tras haber eludido la incertidumbre de un ascensor mínimo y vetusto. Suelos de tarima, pasillos estrechos, cocina anticuada, amontonamiento de libros y de casi todo. ¡Un fax!
Un aire de otro tiempo, sí, tan vivido como el espacio que ese mismo tiempo desgasta. O alimenta hasta dotarlo de la perennidad del clasicismo. Los balcones permitían atisbar el decorado, entre gótico y plateresco, de madrileñismo rebosante, que el novelista con fama de cosmopolita eligió como entorno. Y por ellos, aquella mañana, no entraron el ruido ni el alboroto, entre municipal y turístico, de los que tantas veces se quejaba Marías en sus artículos.
Una entrevista. La fama, la apreciación o percepción que el público tiene de un personaje, muy a menudo no se corresponde con la realidad. La persona, dicta el tópico, se hace más nítida en la distancia corta. Eso es verdad si se da el concurso de la doble oportunidad de la confianza y la desenvoltura, que no concurren por obligación ni excluyen la posibilidad de los fingimientos.
Su largo atrevimiento fue mantener la ambición, lograr la perfección, perseverar en un destino propio, afianzar un pensamiento innegociable
Aquella mañana, en una charla de más de tres horas abierta a todo –Real Madrid sin trabas–, mientras formalmente manteníamos una entrevista periodística –luego recogida, con otras quince, en mi libro Pensar en España (Confluencias)–, me encontré con una persona muy afable y paciente, generosa, atenta, locuaz y de gran sentido del humor, todo ello compatible con un velo rasgado de timidez y melancolía.
Pero lo que más me sorprendió –aparte de la inusitada y desafortunada cantidad de cigarrillos que fumamos– fue la enorme precisión de sus respuestas, una precisión nutrida por la ausencia de prisa en su elaboración y ya señalizada con sus puntos y sus comas. Muchas comas, desde luego, para hilvanar párrafos tan extensos y sinfónicos como los de sus libros. Una precisión cartesiana, diría, por no decir orteguiana para no invocar la escuela familiar.
Una dedicatoria. “Un largo atrevimiento”. Marías incluyó esta expresión en la dedicatoria que me estampó, años atrás, en el tercer tomo de la descomunal Tu rostro mañana (2007). Quizás el novelista quería excusarse por su implícita propuesta de lectura de tan copioso volumen.
A la vista de los frutos de algo más de cinco décadas de escritura, creo más bien que Marías, desde la trastienda de su autoconciencia, quería referirse al “largo atrevimiento” de toda su trayectoria, al sostenido atrevimiento suyo de mantener la ambición, de lograr con sañudo trabajo –corregir, reelaborar– la perfección, de perseverar en un destino y en un objetivo propios y de afianzar un pensamiento personal innegociable, al margen de los cantos de sirena de las modas y del beneplácito fácil.
Cuando, en 1992, publicó Vidas escritas, con los perfiles de una veintena de escritores, entre la semblanza biográfica y las tonalidades de la ficción, dejó claros los exigentes antecedentes que, en mayor o menor medida, le servían de modelos. Con más sarcasmo que franqueza explicó en su prólogo por qué eludía a los escritores españoles, pues ya era notorio el barullo que le negaba a él su nacionalidad literaria.
Aquella mañana de primavera, me habló, sin embargo, de su admiración por Cervantes y –más inesperado– por Baroja y Valle-Inclán. Alguien cree oír en estos días por las calles de la ciudad las melodías de Boccherini, las notas, que tanto amaba, de La musica notturna delle strade di Madrid.