ACCIDENTE. El 27 de noviembre de 1983, a las 01’06 horas, un Boeing 747 de la compañía colombiana Avianca, procedente del aeropuerto Charles de Gaulle de París, se estrelló en Mejorada del Campo, a 29 kilómetros de Madrid, cuando se disponía a aterrizar en el aeropuerto de Barajas para, más tarde, continuar camino hasta Bogotá.
La aeronave, con el tren de aterrizaje ya desplegado, volaba en ese momento a 239 kilómetros por hora y sufrió tres impactos contra el suelo, el tercero de los cuales provocó un incendio instantáneo y decisivo. Fallecieron 181 personas y sobrevivieron once. El capitán llevaba 35 años empleado en Avianca y tenía más de 22.000 horas de vuelo.
Un minucioso informe dictaminó que tanto él como la tripulación de cabina cometieron errores en el último tramo del vuelo y en su aproximación al aeropuerto madrileño. Los fallecidos tenían 28 nacionalidades distintas. Junto a la reputada pianista barcelonesa Rosa Sabater, murieron cuatro muy relevantes escritores latinoamericanos de cuatro países distintos: el crítico uruguayo Ángel Rama; su esposa, la escritora argentina Marta Traba; el poeta y novelista peruano Manuel Scorza y el dramaturgo y novelista mexicano Jorge Ibargüengoitia.
Ibargüengoitia provoca la risa sin dificultad y no deja títere con cabeza
Todos ellos se dirigían a Bogotá, convocados por Gabriel García Márquez, para participar en el Primer Encuentro de Cultura Hispanoamericana. Se supo después que tanto Rama como Ibargüengoitia habían tomado la decisión de no acudir a ese encuentro, pero en el último momento cambiaron de opinión.
ASESINATOS. Jorge Ibargüengoitia (1928-1983) se convirtió en uno de mis escritores favoritos desde que leí Las muertas (1977), basada en un hecho real, la abracadabrante y negrísima historia de dos hermanas propietarias de tres burdeles y responsables de los asesinatos de varias prostitutas. Ahí desplegó Ibargüengoitia, como siempre haría, un brutal retrato social y político, servido con una prosa riquísima y precisa y sazonado en cada línea con un humor que, sin renunciar a la fina ironía, recorre todos los implacables registros de la parodia, la sátira, la farsa y el sarcasmo.
[Vargas Llosa se despide de ustedes]
Ibargüengoitia provoca la risa sin dificultad y, emparentado con la estética deformante del esperpento y con el sardonismo británico, no deja títere con cabeza. Este mismo verano, y en busca de sus propiedades terapéuticas, volví a leer, como conté aquí mismo de corrido, Los pasos de López (1982), feroz charlotada sobre un atrabiliario grupo de conspiradores durante un episodio de la Guerra de la Independencia mexicana.
Bisnieto por parte de madre de un importante político y militar, Ibargüengoitia ya les sacudió duro a los militares en su primera novela, Los relámpagos de agosto (1964), ambientada en el México revolucionario. Tener tan poco miramiento con los héroes y con los hitos fundacionales de la nación, le costó a Ibargüengoitia el rechazo de ciertos círculos de su país, pero siempre tuvo el favor de los lectores, sensibles a su humor desenfrenado, pero muy elaborado, humor que motivó el desdén de algunos críticos y colegas circunspectos. Ibargüengoitia dijo: “Quien creyó que todo lo que dije fue en serio, es un cándido, y quien creyó que todo fue en broma, es un imbécil”.
ARTÍCULOS. Ni cándidos ni imbéciles, Juan Villoro y Javier Marías lo admiraron sin restricciones. El primero prologó e hizo la edición de Revolución en el jardín (2008), una amplia y divertida selección de artículos de Ibargüengotia que el segundo publicó en su editorial Reino de Redonda.
Desentendido del teatro, porque las cosas no le salieron como él esperaba, Ibargüengoitia, apoyado en su última etapa por Octavio Paz, fue un sagaz croniqueur y un afiladísimo observador de lo cotidiano, con una malicia heredada, venía a decir él, de sus tías. En el citado prólogo, Juan Villoro señala que Ibargüengoitia recurrió en sus escritos a “la ética del disparate” y a “la risa como tribunal supremo de la inteligencia”. Pas mal.