Andrés Neuman
Poeta y narrador
Don para la diáspora
Cada vez que resuena el fatigado mantra de la marca España, no puedo evitar cierta perplejidad. Acaso un país sea lo contrario de una marca: una amalgama de contradicciones, matices y vidas imposibles de reducir a un producto uniforme. De igual modo que no podemos evaluar la educación pública con los criterios de un consejo de accionistas, la riqueza de una lengua y el balance de una empresa requieren diferentes instrumentos de análisis. Por supuesto, no se trata de omitir ingenuamente el factor económico de la vida cultural, ni sus efectos materiales en nuestra experiencia lingüística. Sino de repensar el punto de partida de ese cruce. Sus -nunca mejor dicho- presupuestos. Si de negocios se tratase, estaríamos ante un comercio, un intercambio de riquezas; y no una multinacional pretendiendo dirigir a un puñado de sucursales. Antes de lanzarse a la febril conquista de mercados exteriores, convendría preguntarse por la naturaleza interna de esa presunta mercancía. La realidad diaria de nuestro idioma se parece más a una comunidad sin centro, cuyos hablantes se expresan con horizontal plenitud. Todo intento de forzar esa dinámica (como le consta a cualquier persona familiarizada con Latinoamérica) está destinado al tropiezo, la tensión entre pares o ambas cosas.
Si el trabajo conjunto que desempeñan las diversas academias resulta digno de encomio, el trasfondo colonial de su organización parece subsistir: España sería el centro lingüístico; y otros veinte países, paradójicos satélites mayores que su astro. Para comprobarlo, basta con aplicar el razonamiento inverso. A ningún país latinoamericano se le ocurriría considerar nuestro idioma como parte de su política exterior o sus estrategias de expansión.
"La lengua es patrimonio de una multitud transatlántica, sin jerarquías impuestas, y ningún país tiene derecho a actuar como su dueño"
Quizá por mi formación filológica, aún considero que las academias tienen su sentido y su utilidad. Pero, para nadar en las aguas del presente, necesitarán algo más que enumerar los americanismos que ingresan al diccionario como inmigrantes recibiendo la venia de una aduana. Necesitarán replantearse la estructura conceptual que las une, sus propias reglas de juego. Por lo demás, la pervivencia del término “americanismo” no deja de asombrarme. El diccionario no tilda de “españolismos” al resto de vocablos del idioma. Que representa a menos del 10 % de la población hispanófona. ¿Cómo hará la tecnocracia para sobreponerse a este dato, sencillo y abrumador como el Romancero? Por fortuna, mucho han cambiado las cosas desde que Américo Castro fuese objeto de una hilarante parodia de Borges, cuyo artículo “Las alarmas del doctor Castro” refutaba unos prejuicios eurocéntricos que parecían presumir la existencia de un Primer Mundo lingüístico. La lengua es de quien la trabaja, la ama, la cuestiona. Es patrimonio de una multitud transatlántica, sin jerarquías impuestas, y ningún país tiene derecho a actuar como su dueño. Sería hora de asumir su indómita diversidad, su don para la diáspora. Y celebrar que, por encima de las luchas de poder, 500 millones de curiosos podemos entendernos (y debatir) en esta hermosa lengua que balbuceó un genio mestizo llamado César Vallejo.
Valentí Puig
Escritor y articulista
Una marca tan global
Si la Marca España es de cada vez más rentable, de forma sincrónica la rentabilidad de la lengua española abre constantemente nuevos mercados, en una fase expansiva que ha superado ampliamente la crisis de 2008. Para una marca de cada vez más global como España, la lengua -que fue globalizadora mucho antes que la industria o el comercio- involucra ya una espléndida transnacionalidad global, por contraste con la autoflagelación que se practica intelectualmente en la España actual, equiparable a los errores de diagnóstico de la generación del 98.
A la vez, se trata de una teleproximidad de espíritu, en la medida que cohesiona la comunidad hispánica y la proyecta en un mundo en el que dos grandes bloques lingüísticos como el anglosajón o el chino requieren una geoestrategia pugnaz para que la lengua y la literatura españolas se consoliden como mainstream en los paisajes de la comunicación global.
"Si la Marca España es cada vez más rentable, de forma sincrónica la rentabilidad de la lengua española abre constantemente nuevos mercados"
Como componente nuclear de la Marca España, en Iberoamérica la lengua castellana -español- al mismo tiempo define el contenido de lo que algunos han llamado Hispanoesfera, del mismo modo que en la vigencia constitucional de 1978 -tan debelada ahora como sistema- el catalán, el vasco o el gallego son parte del devenir hispánico. El propio Instituto Cervantes -elemento capital de la Marca España- imparte por todo el mundo clases de las lenguas que enriquecieron Verdaguer, Castelao o Aresti. La biblioteca del Cervantes de Palermo, por ejemplo, celebra el nombre de Salvador Espriu.
En 2007, los profesores José Luis García Delgado, José Antonio Alonso y Juan Carlos Jiménez trazaron la cartografía económica de la lengua española: consideraban la realidad idiomática como un “bien de club” que no es rival en su consumo -no rivalidad y no exclusión-. Argumentaron entonces como la presencia de externalidades de red confiere a la lengua -en verdad equivalente a un “software” de comunicación- un carácter de bien “supercolectivo”. Su rentabilidad ha ido en aumento, circulando de forma muy acelerada por las autopistas del ciberespacio.
Para un escritor tanto en lengua castellana como catalana, como es mi caso, esa es una muy buena noticia, al contrario de lo que dice un nacionalismo estérilmente adscrito al dogma monolingüe, insostenible en una sociedad bilingüe como es Cataluña. Quiero decir que el castellano no solo es una lengua de cohesión para toda España sino que, con su potencialidad incremental, es el mejor puente para que una literatura como la catalana esté más al alcance de lectores de todo el mundo. El éxito de una modernización que ciframos en 1978 pero que se remonta a Altamira, los viajes de Colón, las Cortes de Cádiz y la suma de conflictos y concordias, es crucial para la Marca España. Lo mismo ocurre con el lenguaje, a la vez una tecnología y un pedazo del alma. Por eso la Marca España es cuestión de sinergias y mercados, de competitividad, de formas de vida, de prosa y poesía, el Prado, “start ups”, sabores y paisajes. Y también, tanto como el saldo de inversión extranjera y de exportaciones, un núcleo de lealtades compartidas.