Gonzalo Torné
Escritor y editor
Formatear, prohibir, ocupar
La cuestión propuesta es de las peliagudas y me temo que solo cabe recurrir a la propia experiencia. Hace ahora unos años, indagando en unos blogs de baloncesto, me apareció un banner patrocinado por una “importante cadena de venta de libros” donde me ofrecían comprar, a pocos clics, un ejemplar de Hilos de sangre, me llevé una alegría: ¡una novela mía se ofrecía a todos los visitantes de aquel concurridísimo blog! Salí a la calle y mi contento no se disipó hasta que días después comprobé en otros ordenadores (de amigos, de la universidad) que allí no se les ofrecía comprar mi novela, sino libros decididamente absurdos. Había sido víctima de la “publicidad personalizada”, conchabada con mi coquetería, de un remoto algoritmo.
"Siempre que se habla de la posibilidad de que el algoritmo se apodere de los gustos del ciudadano me temo que se está pensando en alguna clase de consumidor inexistente"
Concedo que aquella vez hice un ridículo íntimo; desde entonces, casi como compensación, el algoritmo ha acumulado una serie formidable de desastres: cuando no ha intentado venderme un viaje que acababa de hacer (error cronológico) me ha sugerido que siguiera en redes a un pelma integral (cuando entramos en un perfil el algoritmo da por hecho, el pobre, que nos mueve un interés “amistoso”) o que comprase libros que ya tenía (algunos tres veces).
Siempre que se habla de la posibilidad de que el algoritmo se apodere de los gustos del ciudadano (o del consumidor) me temo que se está pensando en alguna clase de consumidor inexistente, una fantasía de vulnerabilidad. Porque incluso tratándose del mayor necio del planeta, el algoritmo (que no deja de ser un parásito de la efusión de nuestros gustos) necesita que se le suministre alguna clase de información, de otro modo, ¿en base a qué iba a proponernos algo? La función del algoritmo no parece tanto formatearnos como “retratarnos” como consumidores.
En la tarea del “formateo” quizás jueguen un papel más relevante las redes sociales, en la medida que tienen la fuerza de imponer los “temas” sobre los que “todo el mundo” debe hablar y exponer una opinión, si no se quiere caer en el ostracismo; y por lo tanto, leer o mirar (y comprar libros y consumir información y escuchar canciones y ver películas) para conformársela. Pero tampoco en este supuesto diría que las nuevas tecnologías hayan traído nada nuevo al mundo. La tarea de incitar a que los intereses de los ciudadanos converjan hacia las agendas de los políticos es la tarea que el poder le exige a los medios de comunicación dominantes: el cine, la televisión, la radio… Con resultados notabilísimos, al menos desde mediados del siglo pasado. Por su carácter fragmentario y por su velocidad de reacción y réplica parecería que una red social como Twitter puede ofrecer más resistencia al formateo. Buena prueba de ello es que cuando las cosas se ponen tensas los políticos en el poder juegan a poner trabas y mordazas, cuando no coquetean directamente con cerrarlo temporalmente. Nada de eso ocurre con medios como la televisión o la radio; para qué tomarse la molestia de prohibirlos, si se dejan ocupar con tanta facilidad.
Alberto Olmos
Escritor
Las cartas boca arriba
Lo peor de las redes sociales no es que se utilicen para dirigir el voto o confundir el juicio; no es el tiempo que nos hacen perder, la indiferencia con la que sirven de escenario a linchamientos o la rapidez con la que crean popularidades irrisorias. Lo peor, en definitiva, no es que quieran que seamos otro, sino que den por supuesto que somos nosotros mismos.
Todos mantenemos hoy una rutina de acercamiento al desconocido que se ha deslizado cómodamente dentro de eso que llamamos normalidad. Así, es normal que uno sienta curiosidad por una persona de cuya existencia acaba de enterarse y busque su nombre en Google, y acabe dedicando unos minutos a recorrer sus cosas en Twitter o Instagram.
"Las redes sociales han sustituido el derecho a callar por el deber de destaparse. Puestas las cartas boca arriba, es inevitable que el dueño del casino controle el juego"
De manera fácil y anónima, podemos conocer muy fielmente su aspecto físico, el interior de la casa en la que vive, quién es su pareja y a quién vota y cuál es su orientación sexual. Si tiene hijos, sabremos cuántos, y cómo son y qué hicieron el jueves y les veremos dormidos, desnudos, vomitando o sangrando por la nariz. Todo ello sin necesidad de detectives, confidentes o allanamientos de morada.
Es fascinante cómo por voluntad propia tantas personas deciden suspender algunos de sus derechos fundamentales. Que el artículo 16.2 de la Constitución afirme que “nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias” no significa nada en una sociedad en la que todos estamos obligados a llenar 24 horas de un canal de televisión que somos nosotros mismos en las redes, y donde por tanto es casi imposible no filtrar tu ideología, tu religión y tu vida sexual si no quieres perder espectadores. Cuando el artículo 18.4 habla de limitar el uso de la informática “para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar”, se olvida de que quizá es uno mismo el que no garantiza en absoluto el honor y la intimidad de su propia familia. Mientras que la ley obliga a un periódico a ocultar la cara de los niños, un padre puede publicar cada año cuatrocientas fotografías de los suyos a cara descubierta y en cualquier lugar o situación. Algún día habrá que explicar a los más jóvenes por qué resultaba tan amenazante la frase etarra: “Sabemos dónde estudian tus hijos”.
Cuando uno busca un nombre en Google y no se alcanza esta apoteosis de información, se queda extrañado. De pronto, alguien tiene pudor y vida privada y no quiere compartirla con varios millones de personas. Hay gente que cree que tiene hijos aunque no nos los haya enseñado; hay gente que cree que tiene opiniones aunque no nos las haya comunicado; y hay gente que cree que le horrorizó el último atentado aunque ni siquiera haya utilizado el hashtag. ¿Quién eres tú para impedirnos saber quién eres tú?
Damos ya por hecho que la intimidad de los demás es lo primero que tenemos que conocer, y no algo a lo que sólo se accede desde el trato y el respeto. Las redes sociales han enajenado el derecho a callar, sustituyéndolo por el deber de destaparse. Puestas todas las cartas boca arriba, resulta al cabo inevitable que el dueño del casino controle el juego.