César Antonio Molina
Escritor
Las buenas prácticas
Uno de los momentos más patéticos de los dos debates televisivos electorales fue cuando Rivera enseñó la lista de las ocho o nueve leyes de Educación, todas ellas fracasadas, aprobadas y derogadas tanto por el PP como por el PSOE. Significaba la imposibilidad, en plena democracia, de haber llegado a un pacto de Estado para que, al menos durante un largo tiempo, se pudiera aplicar una ley consensuada. Una ley que docentes y alumnos hubieran podido desarrollar sin sobresaltos durante años, estando en el poder el partido político que fuere. No fue así y ya vemos cuáles son los resultados en las encuestas de evaluación nacionales e internacionales. Lo mismo, tristemente, sucede con la cultura. Un pacto de estado hubiera sido fundamental para darle mayores recursos y para desarrollar proyectos que tuvieran el tiempo suficiente al margen de las idas y venidas de los gobiernos.
«Sigue siendo muy necesario un gran pacto de estado para regir dos de los pilares esenciales de nuestra democracia: la educación y la cultura, que une a más de quinientos millones de personas»
Cuando cambia un gobierno de un color por otro se cambian, la mayor parte de las veces insensatamente, todos los proyectos. Y no sólo los proyectos sino, casi siempre, a los responsables de los mismos. No hace falta que cambie la tendencia del gobierno porque incluso este proceso caprichoso de cambiar por cambiar, sin respeto al trabajo anterior, se lleva a cabo cuando el cabeza del ministerio es sustituido por otra persona del mismo partido. Por eso, durante mi tiempo en el Ministerio de Cultura, hice que se aprobara, en Consejo de Ministros, lo que denominamos “las buenas prácticas”. Los responsables de los museos, de los teatros, bibliotecas o centros culturales, eran elegidos por un jurado nacional e internacional. Y quienes obtenían temporalmente esas plazas quedaban blindados durante todo su tiempo de contrato para desarrollar su proyecto. También pasó lo mismo con la elección de las personas para formar parte de los jurados de los numerosos premios que el ministerio otorga. Y esta norma tenía una aplicación estatal. Es decir, también las comunidades autónomas debían aplicarla para garantizar que en esos territorios tampoco se llevaría a cabo el nepotismo cultural.
Para mí, el caso más paradigmático es el de la dirección del Museo Reina Sofía. Un jurado internacional en el que estaban, por ejemplo, varios de los directores de los principales museos europeos, eligieron al actual director que ha podido llevar a cabo una magnífica labor. Porque el director de un museo es también un creador y requiere estar libre de ataduras. La cultura, siempre, debe estar al margen de los vaivenes políticos (dentro del mismo gobierno también, repito) y no debe servir a las ideas de los políticos, sean del signo que sean. Porque la cultura estará siempre por encima de ellos. La política es temporal, mientras que la cultura, la gran cultura, permanece en el tiempo. Sigue siendo muy necesario un gran pacto de Estado para regir dos de los pilares esenciales de nuestra democracia: la educación (nos hubiera evitado muchos de los males actuales); y la cultura, que une a más de quinientos millones de personas que hablan nuestra lengua. La cultura, cuyos iconos más relevantes son los que nos identifican en el mundo. Aún estamos a tiempo.
Juan Bonilla
Escritor
Una cultura libre de los vaivenes electorales
Para las instituciones culturales que pertenecen al Estado -y no al Gobierno- cabría pedir el mismo respeto que se le tiene a esa otra institución cultural nuestra que es la selección de fúbol: que un cambio de gobierno no implique necesariamente la fulminante destitución del seleccionador por razones ideológicas. Sería idóneo regirse -como en el fútbol- por los resultados, no por las ideologías, que son -en palabras del siempre solvente José Luis Pardo– la coartada perfecta para que no tengamos que pensar, es decir, un catecismo donde se nos dice clarito lo que hay que pensar para ahorrarnos ese ejercicio que igual nos llevaría a no reconocernos en lo que la ideología a la que estamos abonados manda que pensemos. Toda ideología es pereza y simpatía.
«Que la cultura, y sus instituciones, tienda a ser una agencia de colocación para los gobernantes es un sinsentido que pone en duda la propia independencia de esas instituciones»
Es una estupefacta prueba de que la cultura es un negocio del Gobierno -según imbatible expresión de Ferlosio– el hecho de que, cada vez que hay cambio de Gobierno, nuestras instituciones se llenen de maletas de gente que se va y de gente que llega: que la cultura, y sus instituciones, tienda a ser una agencia de colocación para los gobernantes es un sinsentido que, entre otras cosas, pone en duda la propia independencia de esas instituciones. Que poco a poco muchas de ellas hayan ido amparándose en concursos públicos para escoger a sus ejecutivos es la más evidente muestra de que el modelo anterior está caduco y que el mérito y la excelencia deberían en todo caso imponerse sobre la simpatía ideológica -que de todas maneras seguiría haciendo valer sus estrategias porque es potestad del ministerio marcar los propósitos de su legislatura. Los gestores culturales son pilotos, y lo que importa de los pilotos es que sepan despegar y aterrizar, no con qué fe comulgan. Se trata en todo caso de luchar contra la sensación, más que justificada, de “chiringuito” que sobrevuela el mundo cultural, de sacar a nuestras empresas culturales de esa nociva capa de mugre donde triunfa el “nosotros” y el “ellos”.
Cuando llegó la República, Julio Camba escribió un artículo, sonriente como suyo, en el que se extrañaba de que los nuevos gobernantes no le hubieran llamado ya que habían colocado a todos sus amigos: “No es que me queje de que no me hayan dado una embajada, sino de que, si a partir de ahora, la categoría de escritor llevará aparejada la de embajador, al negarme una Embajada se me esté excluyendo del gremio de escritores”. Por supuesto que hay escritores que son excelentes gestores culturales, pero sería penoso que se prescindiera de ellos porque hayan dejado rastros de su ideología y esos rastros los anulen si un gobierno llega y no los reconoce como propios. El problema, pues, es no juzgar resultados sino personas. Y el problema es evaluarlos por mera simpatía ideológica. Es bastante patético que nuestros partidos, incapaces de alcanzar un pacto para la educación -verdadera columna vertebral de la cultura-, ni siquiera hayan susurrado en un corrillo la posibilidad de tejer un pacto para la cultura que libre a nuestras instituciones -del Estado, no del Gobierno- de los vaivenes electorales.