Jon Juaristi
Novelista, poeta y ensayista. Exdirector del Instituto Cervantes y de la Biblioteca Nacional
De la guerra infinita
Derecha e izquierda son categorías políticas que tuvieron su origen en la Revolución Francesa. Desde entonces quedó claro que la primera respondía al miedo de los estamentos tradicionales (el de los nobles, pero también el de los campesinos católicos) a perder sus privilegios o sus templos y sus almas, mientras la segunda se alimentaba del resentimiento, de la envidia y de la desordenada codicia de los bienes ajenos. Ambos sustratos pasionales no han cambiado mucho en los últimos siglos. Sus manifestaciones respectivas pueden ser moderadas o violentas. Estas últimas son las que nuestros clásicos llamaban “extremadas”. Así calificaban, por ejemplo, los criados del Comendador de Calatrava en Fuenteovejuna, el drama de Lope, a las villanas Laurencia y Pascuala, que encenderían la revuelta de la villa contra la tiranía de Fernando Gómez de Guzmán.
"Todas las formas extremas de la derecha y de la la izquierda han sido sectarias, fanáticas y violentas. Pero cabe señalar una diferencia entre unas y otras: el miedo no es constante"
“Extremada”, en el siglo XVII, era, por tanto, lo contrario de “pacífica”. Otros significados (“sectaria”, “fanática”, etcétera) se le añadirían mucho después, en el siglo XX, cuando se hizo evidente la conexión de las ideologías totalitarias con la violencia a gran escala. Todas las formas extremas de la derecha y de la izquierda han sido sectarias, fanáticas y violentas. Dicho esto, cabe señalar una pequeña diferencia entre unas y otras: el miedo no es constante. Desaparece durante largos períodos de tiempo. Por el contrario, el resentimiento y la envidia siempre están presentes en cualquier sociedad. La extrema derecha puede desvanecerse durante mucho tiempo, porque la derecha, extrema o no, es hobbesiana y cree en la eficacia de los pactos tácitos o explícitos que ponen fin a las guerras civiles. La izquierda los desprecia y, si parece admitirlos alguna vez, lo hace por consideraciones tácticas. Pero sólo confía en la continuidad de la guerra de clases bajo el simulacro de las paces o de las treguas. Apuesta por una guerra infinita cuyo final será la abolición de las diferencias y la nivelación universal. La derecha es pragmática; la izquierda, religiosa y milenarista, rasgos que se exacerban en las organizaciones comunistas.
Como escritor, debo reconocer que no he sido perseguido ni molestado desde la extrema derecha, por la sencilla razón de que había desaparecido cuando comencé a publicar libros y artículos. En mi región natal se había exterminado no sólo a la derecha más extremada que sobrevivió al franquismo, sino a una buena parte de la derecha moderada no separatista. El acoso contra mí vino generalmente del nacionalismo vasco y de la extrema izquierda, no sólo de la abertzale. Es cierto que se me atacaba por mis posiciones políticas y no por mi producción literaria, pero también lo es que un grupo numeroso de antiguos colegas (e incluso algunos escritores que consideraba amigos) convirtieron los ataques políticos en un método bastante eficaz para excluirme del gremio, acusándome, entre otras cosas, de haberme pasado a la extrema derecha (es decir, al PP, partido al que nunca he pertenecido y que ahora, mira por dónde, ya no es extrema derecha para mis acusadores de entonces).
Luisgé Martín
Novelista y ensayista
El negro es blanco, y el blanco es negro
El revolucionario Giorgy Piatakov dijo en una ocasión: “Si el Partido se lo exige, un auténtico bolchevique debe estar dispuesto a creer que el negro es blanco y que el blanco es negro.” No debió de llamar blanco al negro con suficiente claridad, porque murió en las purgas de Stalin.
Las dictaduras de izquierdas siempre han tratado de reeducar a sus intelectuales antes de exterminarlos. Las dictaduras de derechas los han exterminado directamente. Ahora, en los tiempos líquidos de la posmodernidad reinventada, todo ha cambiado. La derecha desprecia tanto la cultura que la ignora, la empobrece o la usa como coartada decorativa para ocultar sus tropelías en el resto de asuntos públicos. En cambio, la izquierda pura –sin pecado concebida– sigue reeducando a través de la corrección política. Ya no pide que llamemos blanco al negro, sino que lo llamemos negro cisheteropatriarcal, negro neoliberal mercantilizador o negro colonialista.
"La derecha desprecia tanto la cultura que la ignora o la usa como coartada decorativa. En cambio, la izquierda pura –sin pecado concebida– sigue reeducando a través de la corrección política"
Es evidente –en cualquier ámbito del que se hable– que los peores fantasmas son los que no se ven. Los que uno asume como propios. Y en ese sentido, la corrección política es completamente devastadora para un escritor. En primer lugar, porque le avergüenza decir cosas que piensa, y eso para un creador es una amputación. La corrección política tiene grandes virtudes sociales: es magnífico que un machista sienta vergüenza de determinados comportamientos y que un xenófobo se vea obligado a respetar a los que en realidad no respeta. Pero en el terreno del pensamiento y de la creación es catastrófico.
En segundo lugar, la corrección política fomenta las sociedades ñoñas, arcádicas, que consideran que extirpando del lenguaje las infamias acabarán desapareciendo las infamias mismas. Y el escritor, si alguna tarea tiene, es la de hurgar en las infamias. La tarea del escritor es la de buscar al monstruo y retratarlo. Mirando a los demás, pero también –y sobre todo– mirándose al espejo.
Dice Juan Soto Ivars –y yo lo digo ahora con él– que Vox se alimenta de los “agujeros argumentales del sistema de opinión pública que han ido abriéndose por la gota malaya de la corrección política”. Es decir, que a Vox hay que combatirlo frontalmente, desmontando sus mentiras flagrantes y vejatorias, pero también hay que combatirlo de través, abordando ciertos “elementos incómodos” en el debate sobre inmigración, género o modernidad que llevamos años esquivando. En los periódicos y en las novelas.
Combatir las dictaduras, el machismo, la homofobia, la superstición religiosa o el fanatismo nacionalista en una novela es admirable, sin duda. Pero me gustaría reclamar para el autor de esa novela también el derecho a ser dogmático, machista, homófobo, idólatra y patriotero. A ser violento. A mentir y a traicionar. He dicho muchas veces que sería formidable que desaparecieran el arte y la literatura, porque eso significaría que el ser humano ha alcanzado un nivel de felicidad suficiente. Pero mientras perduren, deben tener todas sus excrecencias. Todo el pus que hay en el corazón humano.