El destino de las bibliotecas privadas
¿Qué destino tendrán los libros que han atesorado, ahora que nadie los quiere ni regalados? Fernando Sánchez Dragó y Berta Vias Mahou muestran dos posibles caminos, entre el humor y la resignación
17 febrero, 2020 07:01Berta Vias Mahou
Escritora
El arte del desapego
Algunas noches me cuesta conciliar el sueño pensando qué será de mi biblioteca cuando yo no esté. Con tantos autores a los que, como dijo Diderot de Shakespeare comparándolo con un coloso gótico que hubo en la catedral de Notre Dame, los de hoy en día, si tuviéramos que pasar entre sus piernas, ni con la coronilla llegaríamos a rozar sus testículos. Muchos de los libros están en alemán, en inglés o en francés. Tengo demasiados, por más que con los años haya aprendido a mantenerlos a raya. Por suerte o por desgracia, no me ha dado por coleccionar primeras ediciones ni tiradas de lujo. Tampoco me envían novedades desde las editoriales para que las reseñe en algún periódico o en un blog. Pero me preocupan. Sé que algunos escritores actuales han querido donar ya en vida sus colecciones y que nadie las ha aceptado. Cada vez hay más lectores con este problema. Las bibliotecas públicas, en especial las de las grandes ciudades, no pueden hacer frente a nuestras demandas. Y, para colmo, yo no tengo hijos. ¿Qué hacer? Los miércoles voy a una tertulia de literatura en alemán. La profesora, que tampoco tiene hijos y ha cumplido ya los 83, nos propuso hace algún tiempo que eligiéramos de entre sus incontables volúmenes los que más nos interesaban. Desde entonces cada semana nos va dando algunos. Otros, en las baldas de sus estanterías, llevan una etiqueta con nuestro nombre. Es una especie de plan de pensiones. Los de mi tía abuela Clara Stauffer nos los repartimos una prima mía y yo cuando murió. Hace casi cuarenta años. Los que estaban en alemán, para mí. En francés, para ella. En inglés, a cara o cruz. Si no queremos dividir nuestras bibliotecas en lotes, tal vez podamos buscar –entre nuestros conocidos o a través de las llamadas redes sociales o incluso desde estas páginas– a una persona que esté dispuesta a quedarse con ellas el día de mañana. O al menos con aquellos ejemplares valiosos, bellos e inencontrables que no se deberían perder. Poniendo un anuncio por palabras, en el que ofrezcamos hacernos cargo de los portes. No tendremos la suerte de Diderot, a quien Catalina II de Rusia compró la suya, permitiéndole disfrutar de ella hasta el día de su muerte.
"Tal vez la única solución esté en no apegarse tanto a lo material. Ni siquiera cuando el tesoro tiene tanto de espiritual como esas montañas de papel que hacen que nuestra soledad se llene de voces"
Tampoco aspiro a que mi nombre figure en unos anaqueles como donante. De modo que quizá no me quede otro remedio que hacer de tripas corazón y quemar mis libros cuando la vista ya no me alcance para leerlos. O irlos tirando poco a poco en algún contenedor para reciclado de papel. O dejarlos en un banco de un jardín público para que alguien los coja. Porque tal vez no haya solución. Tal vez la única solución esté en no apegarse tanto a lo material. Ni siquiera cuando el tesoro tiene tanto de espiritual como esas montañas de papel con propiedades mágicas que hacen que nuestra soledad se llene de voces sin producir el más mínimo ruido. Me temo que esta noche tampoco voy a pegar ojo. O sí. En lugar de en mis libros, pensaré en lo que dijo Bruce Lee en una entrevista poco antes de morir: Sé como el agua. Sigue fluyendo….
Fernando Sánchez Drago
Escritor
Tanto todo para nada
Si le preguntan dónde vive a un escritor que tenga varias casas, dirá que lo hace en la que acoge su biblioteca. Yo la tengo en Castilfrío, provincia de Soria, aunque en mi domicilio de Madrid queden todavía unos mil volúmenes y otros tantos desperdigados por chiscones y trasteros. Poca cosa. El grueso de mi biblioteca está, como digo, en las Tierras Altas y es una especie de parque jurásico en el que yacen más de cien mil libros que nunca, me temo, estando yo vivo, saldrán de allí. Quizá exagere un poco, pero tal es grosso modo la cifra que arroja el cálculo de la cabida de los metros cuadrados de la superficie que ocupan en las paredes de la casa. Una biblioteca tan descomunal necesita ser catalogada por materias, no sólo por autores, y eso requeriría un presupuesto del que nunca dispuse. ¡Y la gente, encima, cuando se entera de las dimensiones de semejante almacén de literatura agónica, me tiene envidia!
"Si donar en España es inviable, ¿qué otra cosa cabe hacer? ¿Vender los libros al peso para que reciclen el papel? Eso rayaría en la indignidad.¿Quemarlos como hicieron los nazis? "
Voy camino de los ochenta y cuatro años, tengo ya mi huesa preparada y me preocupa el muerto –nunca mejor dicho– que descargaré sobre los hombros de mis herederos si no me desembarazo de él antes de que la tercera Moira se me lleve. He dado muchas vueltas al asunto, pero he tenido que rendirme. No hay solución. La tendría si yo hubiera nacido en un país ilustrado, en el que sus ricachones y sus dirigentes apreciaran la cultura en vez de sonreír con hipocresía, cerrar el grifo y volver la espalda en cuanto sale, por activa o por pasiva, a relucir. En Estados Unidos, en Francia, en Alemania o en Japón, por poner sólo cuatro ejemplos, no faltarían mecenas privados ni instituciones públicas que acudieran en socorro de las bibliotecas para impedir que acaben, como hoy sucede en España, en los vertederos de basura.
Es posible que, si me empeño, termine por encontrar alguna universidad o cosa así que acepte la donación de mil o, como mucho, dos mil volúmenes, pero eso, en mi caso, no resuelve nada. Una biblioteca, por lo pronto, es un organismo vivo que no admite el despiece. Si se mutila, muere. Tendría, además, que seleccionar las obras elegidas, y eso requeriría meses y más meses de mecánico trabajo. ¿Quién pecharía con él? ¿Qué criterios seguiría? ¿Quién pagaría el costo de su catalogación y del transporte? ¿Y el de dar un nuevo uso a las paredes que quedarían desdentadas y desguarnecidas? Dicen, por añadidura, que las donaciones pagan impuestos. Ignoro si es verdad, pero conociendo cómo las gasta Hacienda…
Y si donar, en España, es inviable, ¿qué otra cosa cabe hacer? ¿Vender los libros al peso para que reciclen el papel? ¡Venga, venga! Eso rayaría en la indignidad. ¿Quemarlos como hicieron los nazis? ¡Por Dios! Lo anuncié el otro día en mi columna de El Mundo: no hay para mis libros más solución que la de construir con ellos una pirámide debidamente vitrificada y convertirla en atracción turística. ¿Suena a broma? Sí, pero también lo será, y muy pesada, permitir que el quehacer de toda una vida hercúleamente consagrada a la lectura se transforme en gusanera. Como diría Pepe Hierro: Después de tanto todo para nada.