Inés París
Directora de La noche que mi madre mató a mi padre
Cuantos más, mejor
Los seres humanos somos los únicos animales que creemos en cosas que son manifiestamente falsas. Por eso nos emocionamos con el sufrimiento de Romeo y Julieta, nos reímos con Sancho Panza y se nos acelera el corazón cuando escuchamos en boca de John Snow “Winter is coming”. Esta fabulosa (nunca mejor dicho) capacidad exclusivamente humana ha generado, entre otras cosas, la importantísima industria del entretenimiento: teatro, películas, series... Una industria que con esta pandemia, con los cines y teatros clausurados, se encuentra en una difícil coyuntura que nos hace plantearnos si estamos ante un cambio definitivo e irreversible del modo de consumo y del modelo industrial. ¿Serán, en el futuro, nuestras televisiones, ordenadores, tablets y teléfonos la única manera de consumir ficción?
Hasta ahora, salas de exhibición y pantallas de uso doméstico han convivido alimentándose unos a otros y quitando la razón a aquellos profetas del apocalipsis que (al igual que cuando la televisión apareció frente a la radio) anuncian, siempre que aparece una novedad tecnológica, la muerte del anterior medio de difusión. A los espectadores nos gusta tanto acudir a una gran sala de cine donde la oscuridad, la calidad de la imagen y el sonido, la colectividad de la experiencia son algo extraordinario, como quedarnos en casa tirados en el sofá y disfrutar de esa enorme oferta que la convergencia de internet con los contenidos de la televisión ha hecho estallar. Pero detrás de esta industria hay una figura de la que se habla poco, a los que solemos olvidar: las autoras y autores de todas esas historias que nos hacen disfrutar. Y yo me pregunto: ¿a los creadores qué nos conviene? ¿Nos afecta que desaparezcan las sales de cine? ¿Nos da lo mismo que nuestras películas se estrenen directamente en una plataforma?
"Imaginadlo: si solo quedan las plataformas, todo el poder será para ellos. Y nosotros, espectadores y creadores, estaremos al servicio de lo que los algoritmos consideren digno."
No. No nos da lo mismo ni nos conviene. Me explico. La riqueza de nuestro imaginario colectivo, su diversidad, se fundamenta en la posibilidad de elegir. En la multiplicidad de opciones. No solo para los espectadores, también para los que creamos. Hay historias que han sido concebidas para la gran pantalla, que emocionan sobre todo por la fuerza de sus imágenes, o por la música; hay otras que tienen su pulso y emoción en los diálogos, incluso las hay con formatos minúsculos, que en 10 minutos te trasportan a otro mundo y te dejan lleno de interrogantes o tronchándote. Por eso los creadores (y los espectadores) nos beneficiamos de que haya diferentes plataformas y modos de exhibición. Pero hay algo más: para que el mismo hecho de crear sea posible, necesitamos una industria diversa. Que haya empresas productoras y distribuidoras variadas a las que acudir para que produzcan un proyecto. Televisiones convencionales y nuevos medios. Distribuidores y exhibidores que apuesten por el cine español y europeo. Imaginadlo: si solo quedan las plataformas, todo el poder será para ellos, y nosotros,espectadores y creadores, estaremos al servicio de lo que los algoritmos consideren digno de ser contado.
Isaki Lacuesta
Director de Entre dos aguas
El debate caníbal
No cuento las veces que me han preguntado desde los medios de comunicación tradicionales (diarios, revistas, teles) si las plataformas acabarán con las salas de cine. La cuestión reaparece ahora con la excusa del confinamiento, pero es muy anterior, tan insistente que ha terminado trasluciendo su vocación caníbal. Ya hace años que los voceros del fin de las salas promovían el encierro perenne en nuestras casas como ideal de vida, y ahora utilizan el virus como profecía autocumplida.
Al fin y al cabo, la diferencia entre un ecologista y un psicópata es que mientras el primero se interesa por el estado del lince ibérico, el segundo plantea si la mejor forma de preservar la abundancia de gatos no sería exterminar a los perros. Suena caricaturesco, pero la mera existencia del debate entre plataformas o salas de cine demuestra hasta qué punto las interesadas campañas antisalas han conseguido implantar su propio “marco de referencia”, por utilizar la expresión que el lingüista George Lakoff acuñó pensando en la manipulación política.
Vivimos tiempos en que los debates públicos solo pueden ser complejísimos o perogrullescos. El falso conflicto entre “salas o web” pertenece al ámbito de Perogrullo. Nadie se plantea si hemos de escoger entre discos o conciertos, libros de arte con ilustraciones o museos, ir en coche o a pie; nadie cuestiona si las virtudes del sexo online conllevan la renuncia al sexo presencial. El valor de las tecnologías pasa por ampliar nuestras capacidades y placeres; si los reducen, no sirven para nada. Por eso, es normal que la difusión masiva de las plataformas haya coincidido con un notable aumento de espectadores en las salas: casi todos tenemos clarísimo que un día queremos ir al cine y el siguiente preferimos ver series o películas online.
"Todos tenemos claro que un día queremos ir al cine y al siguiente preferimos ver películas online. El vértigo de lo incipiente, con cada nuevo giro narrativo, nos asusta y excita a partes iguales."
A los humanos, como animales narrativos que somos, nos entusiasma sentir que inauguramos semanalmente nuevas eras, que asistimos a diario al “partido del siglo”. El vértigo de lo incipiente, con cada nuevo giro narrativo, nos asusta y excita a partes iguales, con su implícita sugestión de que quizás podremos recomenzar la vida desde cero. Como no soy ajeno a este deseo, también espero que la experiencia del Covid-19 nos sirva para cambiar mil cosas. Sin embargo, dudo mucho que los mayores cambios los vivamos en el ámbito audiovisual: sobre todo porque, por más que nos lo promocionen como si fuera I+D vanguardista, el 90 % de la oferta en las plataformas es tan tradicional y conservadora como el cine que encontramos en la mayoría de las salas.
Estos días de confinamiento me han recordado aquella frase hecha que se repetía hace unos años en la prensa para defender un internet ajeno a las leyes y al pago de impuestos: “no se puede poner puertas al campo”. Las salas y el ordenador nunca fueron incompatibles: gozamos internet y amamos ir al campo porque son placeres complementarios. Perogrullo: las puertas sirven para atravesarlas en ambas direcciones, y defender lo contrario es marketing oligopólico, condenarnos a vivir como los personajes del Ángel exterminador de Buñuel, encerrados con un solo juguete.