Óscar Vilarroya
Profesor de Neurociencia. Autor de Somos lo que nos contamos (Ariel)
Somos seres corporalmente sociales
El biólogo Theodossius Dobzhansky publicó en 1973 un artículo titulado Nada en biología tiene sentido si no es a la luz de la evolución. Este es uno de mis principios de cabecera, del que me he servido en mi trabajo, pero que también nos puede ser útil para anticipar qué consecuencias puede tener el confinamiento. Tomemos el factor evolutivo más importante que ha moldeado el cerebro humano. En el momento en que los homínidos se separaron de su antepasado común con los chimpancés, su cerebro tenía un volumen de 450 centímetros cúbicos, contenía 30 mil millones de neuronas, y gastaba el 10 % de toda la energía que consumía su organismo. En menos de 6 millones de años, sus descendientes hemos pasado a tener un cerebro de 1.450 centímetros cúbicos, con 86 mil millones de neuronas y que gasta el 20 % de toda la energía corporal, mientras que el cerebro de los chimpancés apenas se ha modificado.
Pues bien, lo que ha provocado este cambio tan brutal y rápido (en términos evolutivos) ha sido la sofisticación de nuestra vida social. Somos seres ultrasociales en un orden de magnitud superior a cualquier otro primate. Ahora bien, que seamos ultrasociales no parece una primicia; hay poca gente que negaría lo social como esencial en lo humano. Sin embargo, lo que es posible que no sea tan evidente es la magnitud y la naturaleza de esa dimensión ultrasocial. Por un lado, lo que hemos descubierto en los últimos años es que la mayor parte de lo que gestiona nuestro cerebro durante el día es información social. Nuestro cerebro no está superespecializado en solucionar problemas lógicos, matemáticos, o incluso problemas ecológicos, del tipo cómo fabricar una herramienta, sino en solucionar problemas sociales.
"No se trata simplemente de que seamos sensuales y epidérmicos, de que necesitemos “tocarnos”. Se trata de que nuestra inteligencia social se manifiesta a través de nuestros cuerpos."
Nuestra vida es una vida en sociedad, en interacción constante con nuestros congéneres, sean familia, amigos, conocidos, colegas o enemigos. Sin esa vida social nos ahogamos. Y eso es lo que sucederá en un confinamiento tan prolongado como el que estamos experimentando. Pero claro, se nos ha dicho que gracias a las redes sociales hemos podido mantener nuestra sociabilidad a flote. Sin embargo, esta observación ignora la naturaleza de nuestra sociabilidad: su corporeidad. Los humanos vivimos nuestra vida social a través de nuestros cuerpos. No se trata simplemente de que seamos sensuales y epidérmicos, de que necesitemos “tocarnos”. Se trata de que nuestra inteligencia social se manifiesta a través de, y a partir de, nuestros cuerpos. Hace unos días un colega me contó que lo que más estaba echando en falta en su trabajo eran las reuniones presenciales. Reducido a las reuniones telemáticas, se había dado cuenta de que en una reunión presencial recogía mucha información a partir de cómo las personas estaban, se movían e interactuaban entre ellas, y que eso había desaparecido en las comunicaciones digitales. Esto, probablemente, es solo la punta del iceberg de lo que estamos privando a nuestro cerebrosocial. Veremos cuán hambriento vuelve en la fase 4 .
Francisco Mora
Catedrático de Fisiología. Autor de Neuroeducación y lectura (Alianza)
Miedo y edad biológica
Todo lo que somos, lo que pensamos, sentimos o hacemos en nuestra interacción con el mundo es producto del funcionamiento de nuestro cerebro. El cerebro, sin embargo, no es solo un órgano que “funciona “, sino que, intrínseco a ese funcionamiento, están los cambios físicos y químicos que le acompañan. Y es que todo aquello que significa aprender y memorizar es equivalente al cambio físico del cerebro. Y esto último es la esencia de nuestro “vivir” en el mundo. Vivir que se expresa hoy en cada uno de nosotros con lo que está sucediendo en nuestro entorno. Y es que la realidad psicosocial que estamos viviendo, es una fuente de estímulos, en negativo, producido por el aislamiento emocional. Ansiedad, inseguridad, nerviosismo, incertidumbre y hasta desconfianza. Y todo esto se puede resumir en una palabra: MIEDO.
"Un confinamiento emocional prolongado puede llegar a cercenar el “sentido de vida” de nuestros mayores y calar profundamente en su cerebro. Ningún político ha tenido en cuenta esta situación."
Todos los seres humanos entendemos qué es el miedo, ese maligno escondido en los entresijos de nuestro cerebro desde hace millones de años. Cala inconsciente en nosotros produciendo un resquebrajamiento de nuestros hábitos. Cuando uno de ellos se altera, nuestra “mecánica cerebral” cambia. Y cuando esa alteración es, además, larga y prolongada se transforman nuestros procesos mentales y con ello la relación con los demás y el mundo. Todo eso tiene sustratos físicos, neuroquímicos, en las redes neuronales de varias y diferentes áreas del cerebro, entre ellas y principalmente las de nuestro sistema límbico o cerebro emocional y ganglios basales. Pero todo esto es diferente dependiendo de que hablemos de niños, adultos o personas mayores. En estos últimos, los cambios mentales y cerebrales inciden de una manera casi definitiva. Pocos políticos y “expertos” parecen conocer esta realidad. De hecho, llegó a considerarse en los planes socio-sanitarios confinar más y durante más tiempo a los mayores. Y es que en una persona jubilada (persona retirada y en muchos casos, sin “júbilo” alguno), el “norte”, lo que da “sentido pleno” a su conducta en la vida reside, con enorme peso psicológico, en su relación emocional con los demás.
La neurociencia cognitiva nos enseña hoy que “ser viejo no es estar muerto”, que el cerebro envejecido, si continúa encendido por ese motor que es la emoción, sigue teniendo una gran potencia “plástica” de cambio regenerador. Hoy ya sabemos de forma sólida que es posible retrasar de modo significativo el envejecimiento del cerebro y que ello repercutirá, en una extensión del último segmento del arco de la vida, no solo en cuanto a su productividad laboral, sino también, y de modo relevante, a su consideración y estatus socio-cultural. Tanto es así que, dependiendo de los hábitos o estilos de vida, hay personas con una “edad cronológica” de 70-75 años que poseen una “edad biológica” de 55 años. Por esto, un “confinamiento emocional prolongado” puede llegar a cercenar su “sentido de vida” y calar muy profundamente en su cerebro. Ningún político ha tenido en cuenta estas consideraciones en las medidas socio sanitarias a tomar. Y es bastante triste.