María Bolaños
Directora del Museo Nacional de Escultura
Piedad y furia
Fue Dédalo, primer escultor entre los hombres, el que separó los pies y las manos del torso de las estatuas, les abrió los ojos y les dio aspecto de cuerpos vivos; tanto que hubo que encadenarlas para impedir que huyesen. La figura de Dédalo, sea mítica o real, representa un momento inaugural en el imaginario de la estatua y en la relación perturbadora que los hombres mantienen con ellas. Como ha probado David Freedberg, el conocimiento de la escultura será incompleto si no consideramos lo que las estatuas hacen a las personas y lo que las personas hacen a las estatuas.
Desde tiempos milenarios, las estatuas han sido motivo de ansiedad. Dotadas de una fisicidad táctil, plantadas como un sólido en medio de las cosas, responden a la creencia tácita de que los cuerpos representados en ellas tienen el rango de seres vivos y presentes. No son “algo” sino “alguien”. Pertenecen, por así decir, a la categoría del “doble”, al conceder un lugar en el mundo a dioses extraterrenales o a hombres ya muertos.
Su poder invisible, lo que se espera de ellas y lo que parecen desear, provoca una mezcla de sobreexcitación y miedo. Se las baña en el río, se las viste, son paseadas, reciben ofrendas, son besadas y acariciadas, se les pide favores o son atadas con cadenas de oro para que no se ausenten. Todo diálogo con ellas tiene algo de acto carnal. Pero no siempre las reacciones que despiertan son cordiales. A veces la ira o la venganza se ceban en su corporeidad tangible y son mutiladas, escarnecidas, quemadas .
"Desde tiempos milenarios, las estatuas han sido motivo de ansiedad. Dotadas de una fisicidad táctil, responden a la creencia de que los cuerpos representados en ellas tienen el rango de seres vivos."
La hostilidad contra las imágenes es un fenómeno inmemorial que atraviesa los tiempos y las sociedades humanas. En Occidente, numerosos vuelcos históricos y míticos, desde la condena bíblica del becerro de oro por Moisés, han ido acompañados de depuraciones icónicas, aunque seguramente fueron las hogueras de la fiebre protestante, donde ardieron centenares de hermosas tallas góticas, las que alcanzaron una significación e intensidad sin precedentes, partiendo Europa en dos mundos enemigos. Y mientras que las iglesias luteranas se convertían en desiertos visuales y desaparecía el oficio de escultor, el Sur católico, con igual dogmatismo, imponía un obsesivo culto a imágenes sagradas cuyo sensualismo producía en el devoto la ilusión de una aparición extra mundana.
El fondo de los recientes estallidos iconoclastas tiene bastante que ver con aquellos episodios del pasado, aunque entonces parecieran controversias teológicas y ahora tomen abiertamente formas políticas. Después de todo, como decía Marcel Mauss, “las cosas sagradas son cosas sociales”. La persona real del héroe, del estadista, del prohombre parece estar allí donde está su estatua. Ésta, signo de identidades e historias nacionales, se convierte en la diana sobre la que escenificar la protesta, como si, gracias a este mecanismo de desplazamiento simbólico, se produjese una automática purificación de un pasado juzgado ominoso y fuese el acto inaugural de un “verdadero” orden nuevo y mejor. Sin tener en cuenta lo que puede haber de espejismo en esa forma de borrar la historia.
Edward Wilson-Lee
Hispanista y escritor. Autor de 'Memorial de los libros naufragados' (Ariel)
Los que sirven a las imágenes
No deja de ser irónico que, por todo el mundo, las estatuas de Colón se vean amenazadas de destrucción: la ambición más íntima del almirante era llegar a Tierra Santa, destruir los templos de judíos y musulmanes y construir un nuevo Templo a la cristiandad y a España en el Monte Sión. Esta no es, evidentemente, la razón de los enconados enfrentamientos actuales; más bien sucede que unos le atribuyen “descubrir” un Nuevo Mundo, y otros, el abrir las puertas a la colonización de América, dos cosas en las que no tuvo un especial interés.
"La historia, antes y después de Colón, ha sido una prolongada guerra contra las estatuas, en la que cada nueva época declara malvados a los ídolos del pasado, y se lanza a destruirlos."
Las estatuas se erigieron a una imagen edulcorada de Colón, creada por su hijo Hernando en la primera biografía de su padre. Más tarde, Colón sería objeto de idealización, y se convertiría en un símbolo del visionario solitario que forja un nuevo camino pese a sus orígenes humildes y a las dudas de quienes le rodean. La historia que creó Hernando en torno al padre que amaba se impuso en el imaginario mundial durante siglos, hasta que las modernas investigaciones históricas comenzaron a descubrir un lado diferente de Colón, motivado por argumentos apocalípticos y capaz, por momentos, de una inmensa crueldad al servicio de sus creencias. Y él mismo contemplaba la destrucción de estatuas como parte crucial del modo de cambiar el pensamiento de un pueblo acerca del mundo, mientras supervisaba la destrucción de los ídolos cemíes de los Taínos en La Española. Al fin y al cabo, la historia, antes y después de Colón, ha sido una prolongada guerra contra las estatuas, en la que cada nueva época declara malvados a los ídolos del pasado, y se lanza a destruirlos.
¿Qué hacer, pues, con estas estatuas erigidas a mayor gloria de una noble idea hoy manchada? Creo que, en su mayor parte, las estatuas son una distracción, un tema divisivo como tantos otros que hoy predominan en el discurso público, destinados a suscitar fuertes sentimientos en ambos lados y a desviar la atención de las auténticas desigualdades que subyacen tras estas luchas, y de las que estas estatuas son tan solo símbolos.
Pero las estatuas sugieren que distintas partes de la sociedad poseen ideas muy divergentes con respecto a cómo hemos llegado hasta donde estamos hoy en día, y no puedo sino esperar que se empleen para un debate abierto y tolerante acerca de la relación entre las desigualdades del pasado y la desigualdad en el presente, y qué puede hacerse para corregir los desequilibrios históricos. Es profundamente importante que invirtamos esta energía en crear una mayor consciencia de –y consenso en torno a– el pasado, en el sentido de que destruir estatuas pero dejar incólumes los valores que representan solo creará un resentimiento prolongado, y hará que ambos bandos en este tema se enroquen, haciendo aún más difícil llegar a acuerdos en asuntos de mayor calado. Pase lo que pase, no deberíamos preocuparnos tanto por los ataques a las efigies de Colón, quien, al fin y al cabo, solía citar a menudo este verso del Salmo 97: “Avergüéncense todos los que sirven a las imágenes de talla, los que se glorían en los ídolos” .