'El bosque del Prado', de Maider López

'El bosque del Prado', de Maider López

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¿Arte contemporáneo en el museo clásico?

Es el interrogante eterno en las programaciones de las pinacotecas que traemos de nuevo a escena con motivo de su Día Internacional. Su actualidad se hace cada día más presente en colecciones y exposiciones

Miguel Zugaza José Lebrero Stals
18 mayo, 2022 03:20
Miguel Zugaza

Miguel Zugaza

Miguel Zugaza
Director del Museo de Bellas Artes de Bilbao

Signos de vitalidad

Trabajo en un museo que conserva obras de arte desde la Antigüedad hasta nuestra contemporaneidad. Un museo que ya en 1919, en plena irrupción de la Gripe Española, adquirió al mismo tiempo El Rapto de Europa, del manierista flamenco Martín de Vos, y Lavanderas en Arlés, el primer Gauguin de cualquier colección española. Dentro de unas semanas, el cuadro del pintor francés se presentará en un encuentro inesperado con la recientemente adquirida Luz prematura de la escultora y poeta Elena Aitzkoa, nacida en 1984 y, de momento, la artista más joven de nuestra colección.

Uno de los grandes retos intelectuales de los museos es sin duda superar esa narcisista y adánica separación entre las formas del arte del pasado y del presente

En los museos de naturaleza enciclopédica como el nuestro, no deja de sorprendernos que hoy siga llamando la atención, cuando no escandalizando, que el arte y los artistas contemporáneos se interesen por el museo “clásico”. Para empezar, creo que es algo inevitable que no depende de los criterios de los conservadores, historiadores o mediadores del arte sino del propio arte y del interés de los artistas por cuestionar su relación con el pasado o, por qué no, por cuestionar el propio museo.

Sin ir muy lejos, podemos constatar el auténtico “asedio” que vive nuestro museo clásico de referencia, el Museo del Prado. En las últimas semanas, además del anuncio de las interesantes propuestas expositivas programadas en este ámbito por el propio museo para esta temporada, hemos asistido a una auténtica avalancha de proyectos de artistas contemporáneos que, sin proponérselo, han convertido el museo en protagonista de su trabajo. Para empezar, debemos celebrar que se haya detenido en el Prado la intensa mirada del fotógrafo Alberto García Alix, llevando al museo, entre el amor y el esperpento, a su particular Callejón del Gato. Al mismo tiempo, Maider López, en un gesto extraordinariamente hermoso dentro de sus prácticas performativas, replanta los árboles de los cuadros de Fra Angelico, Botticelli, Rafael y Velázquez en el vecino Jardín Botánico. Y, finalmente, ya sin solución de continuidad, Álvaro Perdices traslada actualmente al C2M de Móstoles, en un erudito constructo, la memoria superpuesta del palacio y del museo en el Salón de Reinos, espacio de la próxima expansión del Prado.

El hecho de que los artistas merodeen creativamente por el museo clásico no puede considerarse, a mi juicio, más que un signo de vitalidad de la institución, incluso en términos académicos. Uno de los grandes retos intelectuales de los museos es sin duda superar esa narcisista y adánica separación entre las formas del arte del pasado y del presente. Dicho esto, entiendo también los recelos de quienes ven en esa cita el peligro de utilización del prestigio del museo por parte del influyente, cuando no pocas veces banal, sistema del arte actual, del mercado y de los varios agentes que lo representan.

Pensar, por último, que la presencia del mundo contemporáneo beneficia al museo atrayendo al deseado público joven es un cálculo de marketing completamente equivocado, tanto como tratar de convencerles de que lo visiten embozados con unas gafas de realidad virtual.

José Lebrero

José Lebrero

José Lebrero Stals
Director del Museo Picasso Málaga

El conejo de la suerte

No pocos de los museos que hoy calificamos como clásicos fueron en su día rabiosamente contemporáneos ya que, además de ocuparse de coleccionar aquellos objetos donados, comprados o secuestrados que la historia pasada había decidido dejar para la posteridad, asumieron funciones patrimoniales comprometidos con sus respectivos presentes. Así sucedió con el majestuoso lienzo La familia de Carlos IV, pintado en 1800 por Francisco de Goya, que pasó muy pronto a formar parte del recién fundado Museo del Prado en 1824, por orden del rey Fernando VII, quien aparece en el cuadro. En la capital parisina, el Louvre adquiere poco después de la muerte prematura de Théodore Géricault, a los 32 años, el monumental icono del Romanticismo La balsa de la Medusa acabado en 1819 por el pintor francés antes de haber cumplido la treintena. La no exenta de intriga historia de la formidable donación póstuma y pública que hace William Turner que en un primer estadio recibe la National Gallery londinense ya en 1856 corrobora sin duda lo anterior.

Me atrevería a decir que programar “contemporáneo” en un templo “clásico” no es más ni menos que significar lo intempestivo, lo oscuro del presente que a cada uno nos toca vivir

Parafraseando al conejo de la suerte, la tentación de afirmar que no detectamos nada nuevo hoy en esta vieja práctica de rejuvenecimiento de los viejos museos inyectando savia nueva en sus envejecidas salas, choca irremediablemente con una realidad que poco tiene que ver con el reconocimiento a la creación contemporánea en el Madrid, París o Londres decimonónico. Lo subrayaba bien el historiador Serge Guilbaut hace ya unas décadas analizando la importancia e influencia mundial del expresionismo abstracto norteamericano. Esta es una vanguardia nueva con importantes implicaciones políticas, sociales y económicas que afectaron profundamente a Qué, Cómo y Dónde se venden y se compran o se muestran y se miran las obras contemporáneas de arte en el mundo.

A partir de los años cincuenta del siglo XX, la cultura tradicional occidental se vio enfrentada a un largo proceso de revertida escritura de su canónica historia. Los fundamentos que explicaban tanto su pasado, así como un esperanzado presente y un previsible futuro, fueron sometidos académicamente a severas relecturas y reescrituras en diversos campos del conocimiento como la antropología, la filosofía, el arte, la política, la historia, la sociología o la ciencia que anunciaban el fin de la modernidad, una época envejecida, y el inicio de una nueva impredecible que se bautizó como posmoderna.

Ahora, en pleno siglo XXI, en una realidad artística globalizada, inestable y dominada por la incerteza y el desconcierto bajo formas, espacios, productos, teorías y corrientes de pensamiento mutantes, han ganado peso categorías alternativas como periférico, subalterno o postcolonial que han “perjudicado” convirtiéndola en obsoleta esa distinción entre “lo clásico” y “lo contemporáneo”. Los “Uffici” fiorentinos en Tik Tok arrasaron, la tormenta disfrazada de cantante Beyoncé catapultó el Louvre al universo adolescente. Parafraseando ahora a Giorgio Agamben, me atrevería a decir que programar “contemporáneo” en un templo “clásico” no es más ni menos que significar lo intempestivo, lo oscuro del presente que a cada uno nos toca vivir.

Elvira Dyangani Ose, directora del MACBA, en el museo. Foto: Inés Baucells

Cinco mujeres al frente del arte contemporáneo

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Elvira Dyangani Ose, directora del MACBA, en el museo. Foto: Inés Baucells

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