Luis Landero
Escritor. Autor de Una historia ridícula (Tusquets)
Nuestra familia literaria
Suele ocurrirme que, cuando me toca ir a firmar a la Feria del Libro de Madrid, voy triste y regreso contento. Al ir siento la vergüenza de exponerme a la curiosidad pública, el temor al ridículo de que no venga nadie a pedirte una firma, la vanidad herida, la cara de tonto que se le queda a uno con la pluma en la mano, los libros en el escaparate, convertido de pronto en el comerciante que espera a que alguien venga a solicitar tu mercancía. Luego, según avanza la jornada, ocurre que los lectores, los libreros, los colegas, los curiosos, el ambiente amable y festivo de esta tribu ilustrada, todo eso y más conspira para que al rato uno se sienta ya parte de la Feria, y absuelto de sus miedos y escrúpulos. Esta es la primera lección que te da la Feria del Libro de Madrid: aquí nadie sobra ni falta, aquí todo es de todos, aquí el libro, el conocimiento, la belleza, por una vez al año, parece obrar el viejo sueño de hacernos mejores, más bondadosos, más sabios y hasta más felices.
En la Feria me ha ocurrido un poco de todo. he firmado un quijote por capricho del lector. Y en 1989, yendo con alfredo Bryce Echenique por el pasillo central, una señora le dijo a otra: “Mira, ahí van Landero y Borges”
En la Feria me ha ocurrido un poco de todo. Me han confundido a menudo con el librero, con lo cual he quedado en tierra de nadie: ni escritor ni librero. He firmado un Quijote por expreso capricho del lector. Una vez vino alguien a que le firmara La lluvia amarilla, de Llamazares. “Pero yo no soy Llamazares”, dije, disculpándome. Y el lector, tras unos instantes de perplejidad, zanjó la cuestión: “Es igual, fírmemelo usted”. Han venido niños a pedirme bolsas, viseras, globos, marcapáginas…: chuches de librero. Han venido antiguos amigos y antiguos alumnos.
Una vez se acercó una mujer de mediana edad y me pidió una firma, y en un acto de temerario ingenio por mi parte le pregunté si se lo firmábamos también al niño que venía de camino. “¿Qué niño?”, preguntó. Pocas veces me he sentido tan torpe y estúpido. Avergonzado, salí como pude de aquel odioso despropósito. Toni López Lamadrid, que estaba a mi lado, sentenció: “Acabas de perder para siempre a una lectora”.
El 31 de mayo de 1999, yendo por el pasillo central de la Feria con Alfredo Bryce Echenique, una señora le dijo a otra: “Mira, ahí van Landero y Borges”. Y otra vez, cómo no recordarlo, ya a la caída de la tarde, cuando apenas quedaba gente, se me acercó un joven tímido y triste y me confesó que le gustaba mucho el teatro, y que su sueño era llegar a ser actor. “¿Qué autores te gustan?”, le pregunté. No supo qué decir. “¿Te gusta Lope?”. “No”. “¿Y Shakespeare?” “No”. “¿Y Chéjov, Ibsen, Valle Inclán?” “No”. “Entonces, ¿a ti qué es lo te gusta?” Se tomó su tiempo para contestar. “A mí, la verdad, lo que me gustaría es encontrar a una chica guapa que me quisiera para siempre”, dijo al fin.
Y qué decir de los libreros, tan hospitalarios, tan amigos, tan de toda la vida. Y los editores, los comerciales, los viejos amigos o los viejos alumnos que vienen a hacerte una visita. Va transcurriendo la jornada y uno se siente a gusto, confiado, como en familia, porque esta es en verdad nuestra familia literaria. Y aunque mañana, cuando vuelva, sentiré de nuevo el miedo y los escrúpulos de siempre, sé que regresaré a casa contento y, por una vez al año, hasta reconciliado con la humanidad.
Reyes Monforte
Escritora y periodista. Autora de La violinista roja (Plaza & Janés)
Un museo del encuentro
Hubiese dado una primera edición de Los hermanos Karamazov por ver a Dostoievski en la Feria del Libro de Madrid, aunque solo fuera por confirmar lo que escribió en Apuntes del subsuelo: “Leer, por supuesto, era útil; me agitaba, deleitaba y atormentaba”. La Feria del Libro agita, deleita y atormenta, especialmente si no puedes estar o la alergia al polen te lo pone difícil; he tenido años en los que una desaforada reacción a las gramíneas me convirtió en una factoría de asma y conjuntivitis, pero nada que el contacto con los lectores no lograra apaciguar.
Allí he vivido de todo: desde la pérdida de mi alianza entre apretones de manos y que un amable lector recuperó de entre los libros, a la entrega de una ristra de farinatos de manos de un lector salmantino
La Feria del Libro es un museo del encuentro. Lo mejor es cuando empieza; lo peor, cuando termina. Entre medias sobreviene un parque de atracciones de anécdotas, historias y experiencias. En la Feria he vivido de todo: desde la pérdida de mi alianza entre apretones de manos y que un amable lector recuperó de entre los libros, a la entrega de una ristra de farinatos de manos de un lector salmantino que conociendo mi ascendencia materna decidió obsequiarme con la joya del embutido charro, pasando por la sorpresa de un lector chileno que me miró con desconfianza mientras le firmaba el libro porque pensaba, en base a mi nombre, que el autor era un hombre y no una mujer, ya que la edición publicada en su país no incluía foto del autor: “Pues estaba convencido. Además, escribe usted como un hombre”… A día de hoy, todavía no sé qué significaba eso, pero me alegré de sacarle del error.
Recuerdo de manera especial a un niño. No tendría más de seis años, apenas levantaba un palmo del suelo. Se acercó a la caseta, abrió la mano, dejó caer un billete y me dijo: “Quiero este libro para mi mamá”. Mientras se lo firmaba, el padre se acercó al pequeño y le dijo: “Mira, esta chica ha escrito todos estos libros”. El chaval, mirando ojiplático los cientos ejemplares de Un burka por amor que prácticamente empapelaban la caseta, preguntó asombrado: “¿Toooodos?”, a lo que le contesté: “Bueno, yo lo escribo una vez y luego otras personas se encargan de imprimirlo muchas veces”. La expresión de decepción en la cara del niño fue merecedora de un Óscar, mientras soltaba un lacónico: “¡Ah! Entonces, solo has escrito uno”. No pude evitar la risa mientras el padre intentaba disculpar la espontaneidad del crío, al que no le faltaba cierta razón. Ojalá volviera a encontrarme con ese niño que ahora debe estar en la veintena; sería como cerrar el círculo. La Feria del Libro no deja de ser un libro al que el escritor se enfrenta como lo hace un lector: sabe cómo empieza pero no cómo acabará.
El poeta inglés Walter Savage decía que leer es una conversación silenciosa. Comienza el tiempo de las conversaciones silenciosas mantenidas en voz alta, porque la Feria de Madrid es todo menos sigilosa. Ese murmullo literario suena a música celestial para los que amamos los libros; es la magia de las palabras escritas que se transforman en voces enérgicas en el parque del Retiro. Sigamos haciendo magia y alimentándonos de ella. Nos vemos en la Feria.