Tirano y conquistador
Manuel Santirso. Historiador y ensayista. Último libro: La Revolución Francesa y Napoleón (Catarata, 2021)
Los asesores del Elíseo tuvieron que emplearse a fondo para el bicentenario de la muerte de Napoleón, en 1821. ¿Cómo ignorar a alguien tan incrustado en el imaginario nacional francés?, pero ¿cómo alabar a quien hoy sería un criminal de lesa humanidad? “Conmemorar sin celebrar” fue el lema de los fastos, incluido un homenaje ante el sarcófago del emperador en los Inválidos en que el presidente Macron puso cara de circunstancias.
En teoría, se recordaba al heredero de la Revolución Francesa y su difusor allende las fronteras, aunque hay objeciones de peso a este aspecto. A menudo se presenta el Código Civil de 1801 (el código napoleónico) como un logro perdurable, pero se dice menos que provino del trabajo de décadas previas y que frenaría la incipiente emancipación femenina más de un siglo. Se calla también que al año siguiente se decretó la inaudita restauración de la esclavitud en las colonias. Tampoco parece revolucionario sentar a parientes y amigos en tronos a medida. Para postre, el centralismo mal llamado jacobino es en realidad napoleónico, porque fue en 1800 cuando se hurtó a los ciudadanos franceses la capacidad de elegir a sus autoridades locales.
En una Unión Europea que se reclama baluarte de las libertades, desentonaba aplaudir al primer autócrata contemporáneo. En efecto, bajo el dominio napoleónico de 1799-1815 se forjó la dualidad sobre la que se han asentado todas las tiranías posteriores: represión y consenso. La primera corrió a cargo de una nueva policía, mientras que el segundo se consiguió mediante los plebiscitos que tanto han gustado a déspotas de toda laya, porque establecen una relación directa entre el dirigente y los ciudadanos –de hecho, súbditos– sin la enojosa mediación de parlamentos o jueces. Eso recogieron las constituciones del año VII y del año XII, de las que volaron la división de poderes y los derechos individuales.
Los asesores del Elíseo tuvieron que emplearse a fondo para el bicentenario de su muerte, ¿cómo alabar a quien hoy sería un criminal de lesa humanidad?
Hace tiempo que se ha borrado la imagen de un Napoleón precursor de la construcción europea. Levantó un imperio de dominación a la antigua, como el de Gengis Khan o Mehmet II, y si despertó sentimientos nacionales fue por reacción. Como en esos casos medievales, la empresa imperial costó millones de muertos en vano. Piénsese tan solo en la campaña de Rusia de 1812-1813, para la que se reunió un colosal ejército de 700.000 hombres (polacos, sajones, italianos…) del que sobrevivieron 200.000.
A los alemanes de 2021, esto no les importó demasiado, porque tampoco era cosa de recordar pecados propios del siglo XX, y a los británicos, menos, porque ya estaban fuera de una Unión que, justamente, les parecía napoleónica. Quizá nuestra diplomacia ignoraba que la España peninsular fue, de largo, la parte del continente más dañada, sobre la que los imperiales se abatieron como aves de rapiña; que la guerra de 1808-1814 se cobró, de nuevo, centenares de miles de vidas, y que dejó un país devastado que tardaría décadas en recuperarse. A cambio, la herencia de la Revolución nunca llegó: si acaso, la aplicaron por su cuenta algunos españoles resueltos a combatir al invasor.
El mito del ogro corso
Emilio La Parra. Historiador y ensayista. Último libro: Fernando VII. Un rey deseado y detestado (Tusquets, 2018), Premio Comillas
No importa que el mito sea históricamente falso, sino la carga emocional y la fuerza intelectual que transmite. Napoleón es uno de los mitos más potentes de la historia universal. Por esta razón resulta difícil la aproximación “real” a su persona, a pesar de la inmensidad de estudios que han dado a conocer hasta el detalle los datos de su vida y la obra de gobierno. Él mismo alimentó el mito en el Memorial de Santa Elena, texto muy influyente en historiadores y ensayistas.
Fue un personaje controvertido mientras vivió y lo es tras su muerte, rodeada de elementos fantásticos Unos lo han considerado un genio militar y político, el hombre providencial que salvó a su nación del desorden revolucionario (le Sauveur), el héroe que elevó a lo más elevado el honor de Francia. Para otros fue un tirano, “el ogro corso”, usurpador de tronos, quien –en palabras de Chateaubriand– “eliminó toda libertad”, implantó la mentira como norma, ajustó a su voluntad la opinión pública e intentó apoderarse de la conciencia de los franceses. Contradictorio como la persona fue su imperio.
Autoritario y civilizador a la vez, fue construido a base de guerras mortíferas y de la explotación de los países anexionados y ocupados, donde la cultura militar impregnó la vida cotidiana. Fue una experiencia que afectó a todo el continente y propició el intercambio de hombres e ideas como jamás se había producido, pero sería excesivo calificarlo de paso firme en la construcción de Europa. Los europeos no fueron para Napoleón más que súbditos de un sistema centralizado y autoritario. Él ocupó la cima, e intentó que su clan (los Bonaparte) formaran el núcleo.
Autoritario y civilizador a la vez, el imperio fue construido a base
de guerras mortíferas y de la explotación material de los países anexionados u ocupados
El emperador pretendió consolidar una nueva dinastía, continuadora de la tradición histórica, destinada a modernizar los territorios dominados, sacarlos de su letargo secular. Pero no existió un plan preestablecido, ni los integrantes del clan proporcionaron los resultados esperados, en parte por la resistencia de las poblaciones ocupadas, pero sobre todo porque Napoleón les impidió actuar con plena autonomía (el caso de José en España ilustra bien este último extremo).
Junto a lo anterior, Napoleón propició la difusión parcial de principios y prácticas de la Revolución. Sancionó legal y definitivamente la venta de las propiedades de los estamentos privilegiados en Francia, y el Código Civil (1804) propinó un duro golpe al feudalismo. Difundió nuevas normas sociales (reconocimiento civil del nacimiento, laicización del matrimonio, integración ciudadana de minorías religiosas). Implantó un sistema legal en el que los códigos civil y criminal derivaban de una Constitución escrita. Traspasó a los territorios del imperio el sistema estatal salido de la Revolución, y creó un aparato estatal eficiente, burocratizado y centralizado. Desarrolló la instrucción pública.
En suma, de manera más o menos eficaz, el imperio continuó la herencia revolucionaria, y contribuyó a formar procedimientos políticos que marcarían la Europa actual. A su vez, la reacción frente al dominio napoleónico actuó como factor esencial en la afirmación de las identidades nacionales.
[Napoleón' por Ridley Scott: el emperador enamorado en el campo de batalla]