Nunca me ha sido posible creer en un mundo de buenos y malos. Que el mal existe, es un hecho, como también lo es la existencia del bien. Como humanos, nos hemos desprestigiado tanto a lo largo de la historia, que ya no merecemos ningún crédito. La minoría de siempre, la bienintencionada y capaz, la que ha sustentado lo que con demasiada ligereza llamamos civilización, es un exiguo patrimonio de la especie, es verdad que constante.
Por eso los discursos, tan frecuentes en los últimos decenios, que apuntan a que una sociedad gobernada por mujeres resultaría más equitativa, y por lo tanto más ética, no deja de parecerme una ingenuidad, ya que la cuestión es más profunda y trágica, y topa con el bajo calado de lo humano.
Pero hay que decirlo todo. El desaguisado causado por los hombres ha sido y es tan estremecedor, que nadie en su sano juicio podría apostar por la arrogancia y brutalidad del género masculino. La historia habla. Las mujeres vienen del silencio y de las cosas hechas despacio; y los hombres proceden de los estallidos, el golpe y lo hecho aprisa. Las mujeres vienen de sus manos; los hombres de sus bíceps. No es un tópico. Es una crónica de lo que hemos sido.
Ellas idearon el interior de la casa, y ellos la cabalgadura. Unas la lumbre, y otros la hoguera. Se dirá que la mayor fuerza física arrojó a éstos a la absurdidad de los campos de batalla y las “conquistas”, pero su propensión a la violencia y su fascinación por lo tajante se antoja innata. La tendencia del hombre hacia el nihilismo es irrefutable, lo mismo que su congénita pereza a la hora de pensar las cosas dos veces. El varón que responde a la definición del poeta que dio Platón: “un hombre perdido entre los hombres”, es una situación que padecemos unos cuantos.
Desalienta ver cómo el feminismo es malbaratado por algunos sectores feministas, violentos, cerriles, que adoptan posturas que son herencia de ese hombre vociferante
No soy de entrar en estos laberintos sin término, tan peligrosos hoy, pues a uno le pueden surgir enemigos sin haberlos buscado. Jamás he creído en las soluciones universales, ni caído en la tentación de pensar qué manos serían las mejores guías. La falta de humildad y la estulticia no saben de sexos. Ha habido un Calígula y una María I de Inglaterra; un Pol Pot y una Irma Grese. Pero es verdad que, si algo puede salvarse, no ha de proceder de la fuerza ni del totalitarismo, tan bien avenido con los impulsos de los de mi género.
En las conferencias y cursos que suelo impartir, el ochenta por ciento de los asistentes, si no más, son mujeres. Van a los museos, estudian, investigan, escriben, leen, leen. Resisten. No por simple ocio. Si no acabamos arruinados del todo, en parte será gracias a ellas.
Muchos de sus maridos o compañeros, o como se diga, suscritos a canales televisivos de fútbol, son conocedores de todos los modelos de coches, prestaciones, consumos y ofertas; desaparecen durante el Tour; sueñan rutas gastronómicas y son clientes de una tecnología que sólo les sirve para jugar. Les gustan los relojes grandes. Devorados por un Saturno mecánico, comen y duermen sobre sus pequeñas ideas.
Ante un paisaje tan penoso, aquellos que vivimos como “un hombre perdido entre los hombres”, habitantes de una tierra de nadie, tenemos mal camino, oscurecidos por un razonable pesimismo al observar la deriva de los congéneres. De manera que, por lo dicho aquí, desalienta ver cómo el feminismo es malbaratado por algunos sectores feministas, violentos a destajo, cerriles, sin matices, militantes malhumorados, que adoptan posturas que son herencia de ese hombre vociferante y craso que quiere tener razón siempre. Es la peor milicia a la que podrían alistarse. Copiar al hombre es su sentencia.