La primera vez que mi padre me llevó al fútbol me pasé todo el partido viendo los anuncios que parpadean y se mueven a lo largo y ancho del césped, girando la cabeza hacia cualquier olor novedoso: palomitas, cerveza, sudor, y atendiendo a los ruidos y los cánticos de los aficionados. “¿Qué dicen?”, le preguntaba todo el rato. Él me respondía, encantado al principio y un poco harto hacia el final. “¡Pero mira el partido!”.
Mi padre, con su hija pequeña y avispada al lado, querría haber explicado los fuera de juego y la historia de los delanteros y los media punta. Yo no hacía ni caso. Estaba fascinada por el ambiente, por el marco invisible en el que se desplegaba el evento, por las normas no escritas que todo el mundo parecía conocer de antemano. Estaba, sobre todo, hipnotizada por aquel conjunto de desconocidos que se movían al unísono, que gritaban al unísono como una masa compacta formada por miles de tentaculitos.
El fútbol entra y sale de mi vida de manera intermitente. En aquellos primeros años infantiles, tíos, sobrinas y nietos nos reuníamos casi cada semana para ver algún partido; todo estaba lleno de rituales para mí fascinantes: los gestos (“pon ahí la bufanda, colócala bien”), las bromas supersticiosas (“te has ido y han marcado, no puedes volver a entrar”) y las numerosas muestras de afecto y desprecio verbales lanzadas por mis familiares a la pantalla de televisión (un montón de insultos que no voy a poner aquí).
Hay gente que piensa que los deportistas no deberían posicionarse ideológicamente, como si el deporte y el fútbol fueran burbujas aisladas
Después, el fútbol simplemente desapareció. Las camisetas firmadas por Modric y Özil (porque una tiene buen gusto a la hora de elegir a sus jugadores favoritos) cogieron polvo en un cajón durante años. Y el fútbol se había desvanecido, apenas había asomado la patita durante mucho tiempo, hasta que hace unos días entro en la habitación de Inés (mi mejor amiga, mi socia y mi compañera de piso) y me dice: “Voy a poner aquí un póster de Mbappé”. Yo me río, porque a Inés no le gusta el fútbol, pero es la persona más lista que conozco, así que sus razones tendrá.
Entonces me enseña el vídeo de Kylian Mbappé bromeando con un periodista que en una rueda de prensa le dice: “Estoy aquí, a su izquierda, a su extrema izquierda”. Mbappé responde: “Menos mal que no estabas al otro lado”, haciendo referencia a las últimas elecciones en Francia, en las que por un momento parecía que el país iba a acabar en manos del partido de Marine Le Pen. Y añade: “No podemos dejar el país en manos de esta gente, es urgente”.
Sé que hay gente (y futbolistas) que piensa que los deportistas no deberían posicionarse ideológicamente, como si el deporte y el fútbol fueran burbujas aisladas del resto de la sociedad, como si el fútbol nunca hubiera rozado la política. ¡Ja!
En un momento en que las mayores influencers en redes sociales pasean sus ideas conservadoras y reaccionarias ante millones de personas (sobre todo jóvenes), en el que youtubers y streamers vierten auténtica bilis misógina y racista desde sus canales y cuentas, ver a Kylian Mbappé en esa rueda de prensa es como un pequeño rayito de esperanza. Un rayito que ojalá se multiplique y se refracte.
Mientras tanto, yo he vuelto a ver el fútbol, arrastrada por familiares, amigos y amigas; por un sentimiento que creía dormido y que a veces reaparece y que tiene mucho que ver con la comunidad y con los otros; con encontrarse en un bar o en un estadio con quien es diferente a ti. Cuando esto se publique, ya sabremos si somos campeones de Europa o no. Yo, desde un pasado cercano, aguardo con los dedos cruzados la final.