Con independencia del valor intrínseco de las obras literarias, sus autores, ¿son gente educada? No me refiero a las hueras formalidades de antaño, sino al hábito de practicar el “comedimiento” consigo mismo (que diría Cervantes) y de tener atenciones con los demás. La respuesta a esta insólita pregunta da lugar a dos clases diferentes de literatura.
Antes del subjetivismo romántico, la cultura fue un acontecimiento social. En su mayoría, los libros eran ocasión para actos orales en vivo. Se comprendía la literatura como comunicación entre dos personas en presencia y la presencialidad moldeaba enteramente el hecho literario en forma y contenido: el orador que ve a su oyente, anticipa sus expectativas y trata de no defraudarlas. La relación interpersonal gravita sobre la posición privilegiada del receptor, cuyas preferencias el emisor tiene muy en cuenta al transmitir su mensaje.
Nadie quiere anular el ego sino educarlo. Un fenómeno reciente nos incita ahora a hacerlo: la llamada “segunda oralidad”
El orador-escritor se esfuerza por entretenerlo, instruirlo, deleitarlo, recatando sus cuitas particulares para su gobierno, por fascinantes que le parezcan, como haría cualquiera con juicio invitado a una fiesta. A nadie se le ocurre perorar en alto tediosamente sobre asuntos meramente privados: ante la cara de desconcierto, sorna o impaciencia que le mira, se inhibe espontáneamente. En la literatura prerromántica, el literato invocaba su yo sólo como ejemplo de una verdad más universal que concernía a todos. Ponía su atención prioritaria en el otro, era considerado con él. En definitiva, estaba bien educado.
Con el Romanticismo la naturaleza del hecho literario mutó: despidió al público y se consagró con devoción al texto escrito. La anterior unidad de acto dio paso a dos momentos solitarios, el de escritura del libro y el de su lectura, efectuados en días y lugares dispares y separados entre sí por muchas mediaciones: editorial, distribuidor, librería. En la posición del receptor del mensaje está ahora una colectividad anónima de desconocidos lectores.
Sumido en tamaña abstracción del entorno, el escritor ya sólo se tiene a sí mismo y se abandona a la expresión incontenible de su ardiente interioridad. De la atenta comunicación social saltamos a la expresividad impertinente: lo que le pasa al yo en clausura, las cosas que siente, imagina, aborrece, inventa o buenamente se le antojan. La cortesía es vana cuando no hay nadie cerca a quien dispensársela.
Sin la contención que dictan los buenos modales, el inevitable narciso derrama su ensimismamiento en cada línea, evacúa su sinceridad por todas las páginas, hincha los libros con una exhibición pública de sus vivencias, como si sólo por tenerlas fueran dignas de compartirse. Que los temas elegidos y el modo de presentarlos revistan algún mínimo interés para alguien, carece ahora de importancia. Grandes, sublimes libros ha compuesto la literatura moderna, pero incluso sus mejores creaciones, por comparación con las antiguas, desprenden un cierto aroma energuménico, incivilizado, viciadas por una poco decorosa insistencia en las menudencias del autor, tan incapaz de autocontrol como un adolescente ebrio.
Por supuesto, no se trata de retornar a la premodernidad, felizmente dejada a la espalda. Menos de desechar las obras maestras de la literatura moderna, pues las amamos tiernamente. Nadie quiere anular el ego sino educarlo. Un fenómeno reciente nos incita ahora a hacerlo: la llamada “segunda oralidad”, la de la radio, la televisión, internet o las tan aborrecidas como masivas redes sociales, las cuales, aunque escritas, acusan las marcas de su procedencia oral.
Cierto que, de momento, se hallan presas de una vulgaridad inefable, triunfante. Pero albergan en su seno el germen de su futura superación: restituyen al otro del mensaje, tantos siglos desaparecido, y ponen la escritura otra vez al servicio de la comunicación. Esta nueva oralidad podría quizá favorecer la evolución del “yo” al “nosotros”, la salida de la habitación apartada para asistir a la comida en común, donde se espera de los comensales, eso sí, que sepan comportarte en la mesa.
Ya veremos.