Como premiar es bello, ese acto se realiza normalmente, como todas las cosas placenteras, sin pararse a pensar en su significado. Ahora bien, el que unos se tomen la molestia de conceder un premio y otros se llenen de contento al recibirlo, hechos ambos que distan mucho de ser evidentes por sí mismos, da a entender que algún bien importante está en juego en esta simple actividad de honor. ¿Qué bien es ese? ¿Qué es premiar?
Premiar es llamar la atención sobre una persona ejemplar, digna de imitación, para que, por la repetición de su ejemplo, se generalice su modelo de conducta y se engendre una costumbre social. Luego la finalidad última de un premio es propiciar una costumbre. ¿Y qué son las costumbres? He aquí el quid de la cuestión: la modernidad, al dar a la ley escrita una prioridad absoluta sobre las demás fuentes, apenas ha reflexionado sobre la función de las costumbres en nuestro tiempo.
Las democracias, transformadas últimamente en grandes sociedades de masas difíciles de controlar, han tendido a convertirse en burocracias legalistas. Pero la ley –y la consiguiente sanción en caso de incumplimiento– no son suficientes para ordenar una sociedad de manera justa. Se necesita algo más que la coacción estatal, y ese plus es la costumbre. De hecho, la mayoría de la gente cumple la ley todos los días de forma libre y no coaccionada, y no porque haya estudiado el régimen sancionador regulado en el texto legal, sino por la fuerza de la costumbre, ese vehículo liviano que nos socializa a todos sin esfuerzo. ¿Qué son las costumbres? Imitaciones colectivas de un modelo. ¿Y las buenas costumbres qué son? Imitaciones de un modelo específico que, debido a su carácter ejemplar, invita a una civilizada vida en común.
La ley –y la consiguiente sanción en caso de incumplimiento– no son suficientes para ordenar una sociedad de manera justa
De manera que la ley nos lleva a la costumbre, pero la costumbre nos ha llevado a su vez al modelo personal, el ejemplo digno de imitación. En efecto, solo determinados comportamientos modélicos, por la seducción que siempre emana lo excelente, descargan la energía carismática requerida para innovar el estado de cosas dando lugar a una transformación social. Esos modelos ejemplares, generadores de buenas costumbres, son, pues, el motor del progreso moral de los pueblos.
Destinado a generalizarse, todo premio bien concedido irradia una exhortación. En otras palabras, el premio apremia. Se premia a uno, el premiado, y al mismo tiempo se apremia a todos a repetir el ejemplo del primero. Una ceremonia de entrega de premios tiene, pues, su lado de honor y reconocimiento para uno y también otro de oferta dirigida a la colectividad induciéndola a engendrar una costumbre.
Se da un premio por méritos del pasado a uno y se apremia a quienes son testigos de su otorgamiento a desarrollar una conducta novedosa en el futuro. Por lo primero, damos la enhorabuena a uno. Por lo segundo, hacemos examen de conciencia los demás por si en nuestras manos está todavía reformarnos en dirección al modelo.
Ahora bien, en perspectiva moral, lo más importante no es que le den a uno un premio. Hay algo todavía mucho más importante, que es ser digno de recibirlo, aunque nadie nos lo dé. Ya lo dijo en verso, allá por 1613, el autor de la gran Epístola Moral a Fabio: “Aquel entre los héroes es contado / que el premio mereció, no quien lo alcanza”.
La acción de premiar, además de bella y placentera, ha resultado ser negocio de lo más grave que involucra a la misma conciencia. Un amigo mío, en tono burlón, suele decir que le gusta acudir a todas sus citas en perfecto estado de revista, preparado para que en cualquier momento le entreguen un premio. Nunca se lo dan, naturalmente, pero gracias a esa regla de vida nadie le quita conducirse siempre con buen gusto: ese es su galardón.