PICAFLOR. “Lo que la gente teme de verdad no es que la bomba caiga, sino que la bomba no caiga”, dice Binx Bolling el día de su treinta cumpleaños. Son los tiempos de la Guerra Fría, hacia 1960, los preliminares de la crisis de los misiles soviéticos en Cuba. El muchacho expresa así su malestar y el malestar general, el presunto deseo compartido de que un holocausto nuclear permita a la humanidad empezar de cero. ¿No hay ahora mismo un sentimiento parecido? Bueno, no exageremos.

El protagonista y narrador de El cinéfilo (1961), primera de las seis novelas del norteamericano Walker Percy (1916-1990), define así su momento: “Paso mi tiempo trabajando, ganando dinero, yendo al cine y buscando la compañía de mujeres”. No está contento. Vive solo en un barrio moderno de clase media de Nueva Orleans –la acción transcurre en vísperas de Mardi Gras–, dirige una sucursal del negocio de correduría de un tío suyo, perdió muy pronto a su padre, su madre se volvió a casar y le dio queridos hermanastros, anda un poco tocado por las heridas sufridas en la guerra de Corea y está bajo la tronante tutela de su tía abuela Emily, un personaje de aúpa. Es un picaflor, propenso a seducir a sus sucesivas secretarias, pero mantiene una jugosa relación –tendente a rebasar la amistad– con su prima Kate, una chica estupenda, aunque propensa al suicidio y, francamente, trastornada.

CRISIS. Ganadora del National Book Award, El cinéfilo es un novelón que, publicado ahora por Hermida Editores –con traducción de José Luis Piquero–, merece ser descubierto. O redescubierto, pues ya tuvo en España dos salidas anteriores.

Que no engañe el título: Binx Bolling va mucho al cine, se refugia en las salas solo o en compañía de sus ligues, cita en su discurso muchas películas e intérpretes, pero El cinéfilo no es una novela sobre la cinefilia dirigida a los cinéfilos. Bolling enfoca a los actores y a sus personajes como modelos aspiracionales, y las situaciones que ve en la pantalla le llevan a considerar su propio comportamiento. Bolling, por ejemplo, adopta “una especie de distancia a lo Gregory Peck”.

Lo que hace Walker Percy, con humor punzante, gran finura de análisis y un soberbio conjunto de personajes, es ahondar en un tiempo de crisis, en una crisis individual y social en la que un nuevo mundo no acepta el viejo –los valores de la tía Emily y sus contundentes apotegmas–, pero no encuentra una alternativa válida.

La novela tiene un fuste filosófico y se abre con una cita de Sören Kierkegaard sobre la desesperación

La novela tiene un fuste filosófico y se abre con una cita de Sören Kierkegaard sobre la desesperación, que no es consciente de sí misma. El preexistencialista Kierkegaard irriga todo el tejido especulativo del libro, que certifica, en efecto, la desesperación y el malestar –peor que el de las tardes de domingo– de un tiempo confuso.

BÚSQUEDA. El tarambana Binx Bolling, un tipo inteligente llamado a más altos desempeños y buen lector en el pasado, anda a vueltas con la conveniencia de la repetición –puro Kierkegaard, citado en Volveréis por Jonás Trueba– y de lo perdurable.

Su actitud es de búsqueda, concepto nuclear de la novela. ¿Y qué es la búsqueda?: “La búsqueda es lo que cualquiera emprendería si no estuviera hundido en la cotidianidad de su propia vida”. Walker Percy y su esposa se convirtieron al catolicismo en 1947. La añoranza y la ponderación de un catolicismo interesante y salvador está presente en toda la novela, a veces mediante pullas y sarcasmos que las disimulan.

Para avizorar el humor de Percy valdrá saber que La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, se publicó gracias a su empeño personal. Para que los futuros lectores de El cinéfilo intuyan el catolicismo de Percy puede ser útil recordar que Terrence Malick estuvo a punto de llevarla a la pantalla en los 80.