Image: Del suplicio de los escritores

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Mínima molestia

Del suplicio de los escritores

Por Ignacio Echevarría

5 marzo, 2010 01:00

Enemigos públicos, la correspondencia electrónica que en 2008 mantuvieron (por encargo) Michel Houellebecq y Bernard-Henri Lévy, recientemente publicada por Anagrama, tiene un comienzo de lo más prometedor. A momentos, parece que el lector va asistir a la pelea de dos auténticos gallos franceses, dos. El uno, Houellebecq, con la cresta partida y los espolones afilados del cínico provisto de un côté sentimental. El otro, Lévy, con el pico de oro y la vistosa cola multicolor del intelectual con poses de aventurero à la Malraux. Los dos empiezan tanteándose mutuamente, con actitud provocativa. Pero he aquí que, cuando se esperaría un revuelo de plumas y sangre, ambos comienzan a piar y se arrebujan uno al lado del otro para llamar a mamá y lamentarse de lo incomprendidos que son y de lo poco que los quieren.

El espectáculo es consternador, no cabe duda. Pero, superada la decepción, al lector le cabe extraer múltiples enseñanzas. Pues pone de manifiesto las tensiones y las penalidades a que se ven sometidos dos escritores mediáticos, nada tontos, por otro lado, que se revelan víctimas de aquello mismo que los ha aupado: su talento publicitario y su afición al escándalo (por no referirse ahora a su oportunismo ideológico y a su más bien dudosa catadura moral).

En los comienzos de su correspondencia, Houellebecq y Lévy admiten haber sucumbido a la tentación de hacer búsquedas en Google sobre su nombre, e incluso de emplear la función de alerta que avisa al usuario de cada nueva mención. Houellebecq, asqueado, declara haber desactivado finalmente esa función, y haber renunciado, poco después, a las búsquedas mismas. Lévy no: él (nos lo temíamos, oh, sí, hubiéramos apostado a que era así) sigue haciéndolas, y permanece al acecho de cada nuevo aviso.

Dejemos ahora de lado a los dos gallitos. Concentrémonos en el dato desnudo: el de que hay escritores -¿cuántos? ¿todos?- que husmean con más o menos frecuencia en Google para saber qué se dice de ellos, y sobre todo cuánto se dice de ellos. Algunos tienen activada la función de marras y, cuando abren su ordenador, o mientras están escribiendo, reciben el aviso -¡bib!- de que se ha registrado una nueva mención de su nombre. ¿Quién será? ¿Qué dirá? ¿Cuántos la leerán? Ni siquiera Dante hubiera podido imaginar un suplicio más refinado para castigar la proverbial vanidad de los escritores: permanecer hora tras hora, día tras día, en la expectativa de que el propio nombre circule una vez más por la red, refrendando de este modo no tanto el crédito como la propia existencia pública como escritor. Pues, como es sabido, sólo hay algo peor que hablen mal de uno: que no se hable en absoluto.

La informática es pródiga en herramientas de tortura. Pone a disposición del usuario sistemas de contabilidad que le permiten conocer el número de visitas que recibe -pongamos- su página web o el artículo que ha publicado ese mismo día. Como son muchos, en la actualidad, los escritores que tienen su propia página web y que publican con más o menos regularidad en la prensa (también los hay, bastantes, que mantienen su propio blog), cabe pensar que los que ya son cautivos de Google lo son también de esta perversa forma de evaluar el propio éxito: "¡Hoy he recibido cuarenta y una visitas!". Por no hablar aquí de esa estúpida tendencia, puesta en práctica por casi todos los periódicos en su versión digital, a invitar a los lectores a que evalúen el artículo leído mediante un sistema de puntos o de estrellitas.

Esto último tiene que ver con la imparable extensión de la cultura plebiscitaria, asunto sobre el que algún día habrá que reflexionar seriamente. Por el momento, y en cierta conexión con ello, baste sugerir las consecuencias de ese empleo que al parecer hacen de Google no pocos escritores. Éstos corren el peligro de terminar convertidos en algo así como los corredores de bolsa de sus propios valores: es improbable que su escritura no se vea afectada por la ansiedad o por las especulaciones a que inevitablemente da lugar la constante cuantificación de sus acciones.

Bernard-Henri Lévy pretende que "esas cosas" que se escriben sobre él en "el diabólico Google" sólo le importan en la "estricta medida" en que le informan "del estado del terreno, las disposiciones del adversario, sus fallos eventuales y las réplicas adecuadas". Aun si así fuera, ello ya entraña una dependencia, y conlleva una cierta distorsión de los objetivos propios. Pero quién va a creerse que la cosa termina allí.

Cuando la crítica, por fin, ha dejado de ser un incordio, he aquí que Google y los conteos de internet someten a los escritores a la más angustiosa tiranía: la de las habladurías y los números. Pobres.