Image: Contra la autenticidad

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Mínima molestia

Contra la autenticidad

Por Ignacio EchevarríaVer todos los artículos de 'Mínima molestia'

21 mayo, 2010 02:00

Ignacio Echevarría


Asistí a la rueda de prensa celebrada hace unos días con ocasión de la publicación del último libro de Luis Magrinyà, Habitación doble (Anagrama). El formato rutinario de esta clase de eventos se vio amenizado con la lectura, por parte de Magrinyà, de una interesante reflexión sobre su obra, complementada con la proyección de un extravagante video que, antes que para la promoción del libro, sirve de ilustración humorística del mismo (www.youtube.com/watch?v=FUxZA_BoG6g).

En su lectura, destinada en buena parte a justificar el título escogido para el libro, aseguró Magrinyà ver la literatura como una habitación. Como una habitación para ser libre, añadió. Y si bien relativizaba el alcance de esa libertad, no dejaba de subrayar que contribuía a "alterar la disposición de prioridades que las agendas señalan".

"La habitación que tengo reservada para escribir -puntualizó- no es una habitación íntima, es una habitación pública. Es un espacio donde publicar lo que no se puede publicar en otros medios, un lugar donde decir lo que en otra parte no te dejan decir."

Los narradores de Habitación doble vendrían a ser, según Magrinyà, seres empeñados "en hacer público todo aquello que el actual mercado de autenticidades no solicita ni espera". Un gesto, este último, que a Magrinyà se le antoja "genuinamente político".

"Me gustaría incidir -concluía- en el hecho de que sea la literatura, y no los espacios públicos destinados a recibir testimonios y relatos no ficcionales, quien acoge hoy, tal vez como último reducto, las experiencias que no satisfacen la demanda de formas previsibles, etiquetables, asumibles, de testimonios de la realidad."

¿Es esto así? Son muchos los indicios que invitan a desmentirlo, empezando por la enmienda a la totalidad que cabría derivar del hecho de que la mayor parte de la literatura que se produce en la actualidad acoge -en tanta o mayor medida que cualesquiera otros espacios públicos- "formas previsibles, etiquetables, asumibles, de testimonios de la realidad". Lo cual mueve a corregir muy drásticamente la afirmación de Magrinyà, limitando su alcance a una franja cada vez más exigua de la producción literaria.

Como fuere, tiene interés subrayar la referencia de Magrinyà al "actual mercado de autenticidades", que según él estaría reclamando muy especialmente "autoficciones fotogénicas". Más que el desinterés de Magrinyà por éstas, importa reparar en la escasa simpatía que parece mostrar por la noción comercial de autenticidad, noción vidriosa que tiene la virtud de desplazar muy oportunamente el estéril y recurrente debate sobre los límites entre la realidad y la ficción.

El culto a la autenticidad, como ya demostrara Adorno, es una respuesta a la constante repetición de lo mismo que conlleva la producción industrial en masa. Sólo cuando incontables bienes estandarizados fingen ser cada uno algo único, toma cuerpo, como reacción, la idea de lo auténtico. Pero la autenticidad, así concebida, actúa conforme a un simple criterio de tasación, y viene a convertirse, paradójicamente, en el patrón oro de aquello que -como los billetes- circula de mano en mano, eternamente intercambiable.

El "mercado de las autenticidades" al que se refiere Magrinyà trafica incesantemente con testimonios que, por virtud de su autenticidad, se hacen garantes no sólo de una sentimentalidad sino también de un sistema de relaciones, de una perspectiva de la realidad predeterminados. El acento en la autenticidad desplaza la pregunta sobre la originalidad, sobre la novedad, sobre la eficacia e incluso sobre la legitimidad del testimonio en cuestión. Y así ocurre que la autenticidad tiende a amparar "formas previsibles, etiquetables, asumibles", y que su culto de-semboca fácilmente en conformismo.

Magrinyà sugiere, ya se ha visto, que la forma que tiene la literatura de resistirse a este conformismo consiste en "alterar la disposición de prioridades que las agendas señalan". Su particular forma de hacerlo es desdramatizar los conflictos de sus personajes, que presenta como "gente que, a pesar de gozar de inteligencia y sensibilidad, no carga sobre sus espaldas con el peso del mundo".

"Quitar importancia. Es mi lema. Quitar importancia; es más: combatir la importancia." Eso propone Magrinyà. Es una forma plausible de orientarse. Tan plausible, al menos, como la de dar importancia a cosas a las que no se da en absoluto o sólo se da insuficientemente. Por ejemplo, a esa idea de que hay "terceras personas que se cruzan en nuestra vida y a las que nadie -dice Magrinyà-, ni siquiera yo, ha dado una voz, un relato en primera persona para contar". O esa otra, latente en el delicado y sorprendente libro de Magrinyà, aun a pesar suyo, "de que todo está conectado, de que todo repercute, de que no hay, en fin, actos inocentes, y de que de algún modo todo se comparte".