Autobiografía sin yo
Por Ignacio EchevarríaVer todos los artículos de 'Mínima molestia'
25 junio, 2010 02:00Ignacio Echevarría
Decía Paul Valéry: "Cuanto más consciente es una persona, tanto más extraños -extranjeros- le parecen su personaje, sus opiniones, sus actos, sus características, sus sentimientos propios, hasta el extremo de que tiende a disponer de lo que le es más propio como si fueran cosas exteriores".
Con un afín sentido de extrañeza, Azúa trata de explicarse "eso que viene en llamarse 'una vida' como una irresistible corriente de imágenes, un torrente de signos visibles que va labrando el surco de nuestra imaginación sin que podamos hacer nada ni por detenerlo ni por canalizarlo". La consecuencia es un radical y quintaesenciado ensayo autobiográfico constituido, en su mayor parte, por la desnuda enumeración y comentario de algunos de esos "signos", susceptibles de poblar, tanto como el propio, el particular mapa que con ellos construye la memoria de cada uno.
Azúa obvia en buena medida el yo para discurrir sobre su contenido más impersonal, que no es -ni mucho menos- el menos revelador. Otros, desde el campo de la narrativa, en el territorio cada vez más concurrido de la autoficción, se sirven del yo a modo de máscara a simple notación gramatical bajo la cual desplegar, con tanto mayor desinhibición, el contenido de la personalidad.
En la rueda de prensa que dio durante su reciente paso por Barcelona, John Irving destacaba el hecho de que, al principio de su carrera, nadie le preguntaba sobre los elementos autobiográficos de sus novelas. Y añadía: "Debe ser por la influencia de los realitys que la denominada realidad/autobiografía es más popular desde hace quince años y existe curiosidad sobre qué es verdad y que no". Esa curiosidad, sin embargo, es inversamente proporcional al crédito que posee el yo como garante de las verdades relativas a él mismo. Otra vez Valéry: "Es lo que llevo desconocido en mí mismo lo que me hace ser yo".
Un novelista como Philip Roth, empeñado desde hace mucho en urdir una y otra vez falsas autobiografías o autobiografías hipotéticas, se defiende inútilmente de la mecánica identificación de sus novelas con su propia vida, y ha dicho que, "como escritor, no tienes por qué abandonar del todo tu biografía para embarcarte en un acto de suplantación de la identidad". De hecho, añade, "puede resultar más interesante cuando, en lugar de prescindir de ella, la distorsionas, la caricaturizas, la parodias, la torturas y la subviertes, la explotas... todo para dar a la biografía la dimensión que estimulará tu vida verbal".
Empeñado, por el contrario, en enfrentarse rectamente al recuento de su propia personalidad, J. M. Coetzee, que empezó su autobiografía empleando, para narrarla, la tercera persona (en Infancia, en Juventud), escoge, para prolongarla, la perspectiva de un biógrafo que la investiga después de su muerte, y con eso construye -en su reciente Verano (Mondadori)- un asombroso artefacto introspectivo compuesto de miradas supuestamente exteriores a sí mismo.
V. S. Naipaul, que también ha nutrido su obra de abundantes materiales autobiográficos, delegó directamente en un tercero -el impecable Patrik French, al que proveyó de todos los materiales necesarios- el relato pormenorizado de su vida, contada en El mundo es así (Duomo): una biografía extraordinaria que él mismo autorizó y que brinda una cruda y desoladora imagen de su persona; como si Naipaul hubiera asumido que, más allá de la honestidad y de la sinceridad puestas en juego, sólo a partir de la radical exclusión del yo se vuelve posible el relato completo y cabal de cualquier vida.
Se trata de tres estrategias que concurren, por vías diferentes y acaso extremas, en otras tantas modalidades de lo que cabe entender por "autobiografías sin yo": ensayos y relatos biográficos en los que el yo personal aparece eludido en cuanto instancia sospechosa y en definitiva perturbadora de cualquier intento de inventariar los contenidos de la propia vida, de la propia personalidad.