Image: Fogwill

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Mínima molestia

Fogwill

Por Ignacio Echevarría Ver todos los artículos de 'Mínima molestia'

3 septiembre, 2010 02:00

Ignacio Echevarría


Sólo he conocido un escritor -a un escritor, encima, consagrado e importante- que, después de leer un libro para él estimable, no sólo se apresuraba a recomendarlo sino que se tomaba el trabajo de hacerse con algunos ejemplares y enviarlos personalmente por correo a los amigos a los que juzgaba que podían interesarles y de los que esperaba reacciones y comentarios amplificadores. Me refiero a Fogwill, el escritor más solidario y generoso que me ha sido dado conocer, también el más vigilante, el más agitador, el más perspicaz y exigente.

En la hora de su muerte, tan inesperada, la personalidad de Fogwill ofrece muchos rasgos a partir de los cuales armar una estupenda necrológica. Doy por supuesto que el lector habrá recibido en días pasados noticias muy llamativas de su singularidad, de su histrionismo, de su impostada arrogancia, de sus excentricidades. También -confío--de su eminencia indiscutible. Para los lectores no argentinos, sin embargo, resulta difícil hacerse una idea de la manera tan decisiva en que Fogwill ha intervenido durante décadas en el campo literario de su país, lo que vale por decir del continente entero al que pertenece. Si la literatura argentina sigue siendo -en la actualidad lo mismo que desde hace más de medio siglo- la más atrevida, la más dinámica, la más compleja y crepitante del ámbito hispánico, no sólo se debe a que es capaz de engendrar talentos como el de Fogwill, sino también a que -al menos de un tiempo a esta parte- el mismo Fogwill se ha ocupado personalmente de ello.

"Publicar a Leónidas Lamborghini, dar a conocer las obras de Nestor Perlongher y Osvaldo Lamborghini como editor y haber orientado como comentarista la lectura de Gelman, Girri, Viel Temperley y Carrera entre los poetas y la de Laiseca y Aira entre los narradores son los únicos aportes a la literatura argentina que reivindico", escribió Fogwill con soberbia humildad en 1998, con ocasión de darse a conocer en España a través de un libro memorable: Cantos de marineros en La Pampa (Mondadori).

En el tiempo transcurrido desde entonces, Fogwill, dejada ya muy atrás su etapa como editor, allá por los ochenta, no ha dejado de promover con todos los medios a su alcance nuevos autores, siempre en la dirección del riesgo, de lo inesperado. No constituye ninguna paradoja afirmar que por esta razón, precisamente, sólo unos pocos entre ellos -Chejfec, Guebel, Bizzio, Tabarovski, Havilio, algunos otros- han llegado a ser editados en España, tardíamente y con precariedad, en tanto que muchos más -Fabián Casas, Martín Gambarotta, Sergio Raimondi, Diego Meret, María Medrano, Alejandro Rubio, poetas y narradores- siguen siendo aquí prácticamente desconocidos.

Quienes, en las actitudes beligerantes y proselitistas de Fogwill, creen reconocer un deseo de poder, la vanidad de la influencia, olvidan a menudo que la mejor literatura se ha construido siempre a partir de un empeño más o menos crispado, más o menos compartido de arrebatar el dominio de la palabra a quienes lo detentan sin legitimidad ni fundamento. Por lo demás, el mismo Fogwill no se recató de decir que las emociones que a él particularmente lo movían a escribir eran, con frecuencia, "del orden de la hostilidad: el rencor, la rabia, el odio, la envidia, la indignación: formas confusas del conflicto social".

Ningún escritor importante deja de promover, cuando menos a través de su obra misma, un nuevo orden literario, que se abre paso a través de aquélla, sí, pero que lo hace también a través de sus complicidades y de sus hostilidades, de los magisterios que él mismo impugna o reivindica de forma más o menos tácita o estentórea.

Antes de los que había escrito, se jactaba Borges de los libros que había leído. Fogwill, ya se ha visto, se jactaba más bien -y en la raíz de esta jactancia se halla la satisfacción de compartir con los demás los bienes que uno estima- de los libros que había dado a leer, de los lectores que había contribuido a formar. Esta actitud insólita, radicalmente batalladora y servicial a la vez, es la que, desaparecida, dejará en la literatura argentina un hueco muy difícilmente rellenable, un flanco abierto, una herida a la que la lectura de Fogwill, de su obra ácidamente canónica, puede servir de alivio, pero que sólo se curará en la medida en que los libros y los autores que él defendió se abran camino y, si se muestran capaces, prolonguen su combate.