Image: Memoria y hermanos

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Mínima molestia

Memoria y hermanos

Por Ignacio Echevarría Ver todos los artículos de 'Mínima molestia'

11 marzo, 2011 01:00

Ignacio Echevarría


Preguntado acerca de su pasado, el escritor respondió que cada día desconfiaba más de su memoria. Y añadió: "No es que no recuerde las cosas, es que no me fío de los recuerdos que de ellas conservo".

Entre los asistentes al acto había un hombre mayor, octogenario ya, que pidió la palabra y manifestó cierta tristeza por lo que el escritor acababa de decir: eso de que desconfiaba de sus recuerdos. A él no le ocurría, comentó, porque pertenecía a una familia numerosa. Eran seis hermanos. Y la memoria de su infancia y de sus años juveniles, sobre todo, era un relato contrastado por muchas voces, por muchos testimonios.

Siguió diciendo luego otras cosas, pero a mí se me quedó grabada esta idea -tan obvia, por otra parte- conforme a la cual la relación que uno mantiene con su pasado depende en buena medida de la posibilidad de intercambiar los propios recuerdos con quienes compartieron experiencias idénticas o muy parecidas.

En alguna de las entrevistas que concedió con motivo de la publicación de sus memorias, Carlos Castilla del Pino declaró que se había llevado más de una sorpresa al contrastar sus recuerdos familiares con los que, acerca de los mismos episodios, conservaban sus hermanas mayores. Las versiones resultaban ser algunas veces completamente contradictorias.

Me ciño ahora a la memoria familiar, a la memoria de la infancia y de la adolescencia, a la de las primeras décadas de la vida. Y me pregunto de qué modo viene transformando la percepción que de sí mismo tiene el individuo medio -la percepción que tiene de su pasado más remoto pero también más nuclear- el hecho de que la de la hermandad, ya sea o no de sangre, haya ido convirtiéndose en un tipo de relación cada vez más escasa, cada vez más rara.

Por supuesto que no hay que exagerar. Todavía es bastante común que las parejas tengan dos o más hijos. Aunque no deja de ser elocuente el que, en España al menos, se conceda el título de familia numerosa a la que tiene tres o más hijos, o simplemente dos, cuando se trata de familias monoparentales (o cuando uno de los hijos es discapacitado). La progresiva rebaja de los requisitos exigidos para acceder a dicho título es indicativa de la tendencia a tener sólo uno o, como mucho, dos hijos, y de la creciente excepcionalidad de un tipo de relación -la que mantienen entre sí los hermanos- muy específica, completamente intransferible, determinante de un tejido antropológico que va viéndose desplazado por otro distinto, ni mejor ni peor, pero sí distinto. Pues las proliferantes relaciones entre medio hermanos, hermanos añadidos y hermanos adoptados, características del nuevo desorden familiar -y amoroso-, no siempre conllevan lazos tan incondicionales y tan profundos como los que establecían, para bien y para mal, la común descendencia y la común convivencia con padres asimismo comunes. Del mismo modo que el vínculo entre dos hermanos solos no equivale, por grande que sea su intensidad, a los mucho más indeterminados, más variados y complejos que se establecen cuando se trata de tres, cuatro o más hermanos.

La alarma, el escándalo casi que produce la sola mención de un número en la actualidad tan desorbitado -¡cuatro!- de hermanos expresa por si sola el achicamiento y la progresiva decadencia de las viejas relaciones de hermandad. Y con ellas, de una herramienta de la memoria que contribuía no sólo a preservar zonas del pasado propio que tienden a quedar sumergidas, sino también a relativizar y a enriquecer las versiones que uno mismo es capaz de segregar de ese pasado. Por no hablar aquí de la percepción que de sí mismos son capaces de obtener los padres a través de sus hijos. ¿La memoria de nuestro presente y la forma a menudo tan zafia o tan desesperada en que se construye, no sólo en el plano de lo privado, está repercutida por la merma de esa memoria primordial, coral, que propiciaba la existencia de varios hermanos?
T.S. Eliot sostenía que "el canal más importante, con mucho, de la transmisión de cultura reside en la familia, y si ésta deja de jugar su papel no podemos esperar sino que nuestra cultura se deteriore". Así ha ocurrido, seguramente. Y da la impresión de que, ocupados como estamos en observar y en evaluar las importantes transformaciones a que dan lugar las continuas innovaciones tecnológicas, desatendemos la trascendencia que en nuestra cultura tienen las alteraciones mucho más decisivas de la institución familiar.