Image: Libros para dónde

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Mínima molestia

Libros para dónde

Por Ignacio Echevarría Ver todos los artículos de 'Mínima molestia'

22 abril, 2011 02:00

Ignacio Echevarría


Se ve cada vez a menudo. Habitaciones de hotel decoradas con motivos librescos, con cuadros y fotografías de libros. Bares, cafés, restaurantes decorados con anaqueles ocupados por libros que los clientes rara vez se dedican a curiosear. Libros también en las tiendas de antigüedades y en las páginas de estilo de las revistas: allá una mesa de centro ornamentada con gruesos tomos; aquí grandes libros ocupando a modo de bibelots estanterías que no aspiran ya a ser bibliotecas.

Resulta sospechoso este empleo del libro como objeto decorativo. Se diría que anticipa su condición de antigualla, de trasto viejo. Ocurre como con las plumas estilográficas o con las pipas de fumar: sin perjuicio de que unos y otros sigan usándolas, se van convirtiendo en objetos glamourosamente demodés.

No hay que desdeñar los indicios que brindan estos aspectos quizás superficiales del uso tan condescendiente que algunos empiezan a reservar a los libros. ¿Anticipan sutilmente su decadencia definitiva?

El futuro del libro impreso depende, en no escasa medida, de su valor como fetiche cultural y del tipo de irradiación que, como tal, sea capaz de emitir. En cuanto objeto, cumple más de una función. Por mucho que la principal sea la de contener textos destinados a la lectura, hay otras que conviene no desatender, entre ellas la de servir como marca de distinción, de ostentación incluso. Esto último explica algunas cosas, empezando por el hecho de que, al contrario de lo que cabría esperar, los libros tiendan a ser cada vez más grandes y suntuosos, sobre todo cuando se trata de best-sellers.

En la competencia entre el libro tradicional y el digital, un factor determinante de la fortuna que aún le quepa al primero reside en la capacidad que tenga de mantener su ventaja como marca inmediatamente reconocible de un determinado estatus cultural por parte de su propietario. Puede que eso cuente más, en definitiva, que las condiciones de lectura, sobre las que tanto se especula. Todos hemos tenido algún amigo cinéfilo del que, años atrás, envidiábamos su formidable videoteca, constituida por estantes repletos de cintas vídeos VHS convenientemente estuchadas y ordenadas. ¿Qué fue de todo eso? Les sucedieron nuevos estantes repletos ahora de deuvedés, mucho menos aparatosos pero igualmente acreditativos de la cinefilia de su dueño. ¿Pasará con ellos lo que ya está pasando con las colecciones de cedés, que van siendo desplazadas del lugar principal que antes ocupaban?

La vida media de los socios de un club de libro -me contaba en cierta ocasión alguien que sabía bastante del asunto- solía ser de unos tres años, al menos hasta hace un tiempo. Se estimaba que la razón de este arco temporal era que en ese plazo el socio en cuestión acumulaba los libros suficientes -entre tres y cinco docenas- para acreditar y quizá satisfacer una cierta afición a la lectura. La encuadernación en tapa dura y las ediciones en general más cuidadas daban lucimiento a esa pretensión. Pero ésta ha dejado de ser un acicate para muchos, y ello quizá se cuente entre los factores de la crisis del modelo de club.

Una interiorista me decía no hace mucho que va haciéndose cada vez más raro que los clientes pidan, como era antes común, librerías para poner libros (es decir, adecuadas a este fin, y no esa especie de aparadores en los que se pone cualquier cosa). Al parecer, las bibliotecas ya no "visten" como lo hacían antes.

Cuadros, esculturas, objetos exóticos, piezas y mobiliario de diseño, aparatos de tecnología punta... Hoy bastan estas marcas para sugerir una cultura en la que, como tales, los libros "lucen" cada vez menos. Y eso que, a diferencia de lo que ocurre con la música y las películas, a las que el simple hecho de estar conectado a la Red o a la televisión por cable presupone ya un amplio acceso, sin que haga falta coleccionarlas, los lectores de libros electrónicos quedan muy lejos aún de ser un bien lo suficientemente extendido y caracterizado como para obviar la presencia de libros en una casa. ¿Cuántos de los libros que, siguiendo el rito establecido, se comprarán y se regalarán en los próximos días terminarán por formar parte de una biblioteca, por rudimentaria que sea?

Este supuesto -la existencia de esa biblioteca- formaba parte del rito, pues es sabido que la gran mayoría de esos libros no serán leídos por sus destinatarios. Obsequiarlos, sin embargo, tenía sentido en la medida en que eran objetos almacenables, que conferían distinción.

¿Cuánto resta de que siga siendo así?