Ignacio Echevarría
Todo eso quedó atrás cuando me aficioné a subrayar los libros; un hábito que en mi caso vino dado por la práctica de la crítica. Siempre he pensado que el buen crítico es un lector que sabe subrayar adecuadamente, y que, por virtud de ello, sabe construir una lectura representativa del texto, basada en citas oportunas. Me viene ahora al recuerdo lo que escribía Walter Benjamin en una de sus trece tesis sobre la técnica del crítico: "Polémica significa destruir un libro citando unas cuantas de sus frases". Aunque no siempre se trata de eso, por supuesto.
El caso es que comencé a subrayar los libros y ya no he dejado de hacerlo. Al principio me conformaba con tímidas, casi imperceptibles señales en los márgenes, y con discretos corchetes; pero enseguida empecé a subrayar -literalmente- líneas, primero, y luego párrafos enteros, con el añadido ocasional de signos de todo tipo y, a menudo, anotaciones que por lo común ni yo mismo soy capaz de descifrar pasado un tiempo. Siempre hechas a lápiz, eso sí, nada de tintas ni de fosforitos. Una vez perdido el respeto a la integridad de la página, pronto se lo perdí a la del volumen en su conjunto, y ya no me anduve con aquellos cuidados de antaño. Pero si antes sufría al prestar un libro por temor al estado calamitoso en que muy probablemente iba a serme devuelto (en el caso de que me fuera devuelto, pues ya se sabe), me ocurre ahora que no puedo prestar mis libros por el pudor que me produce que vean qué es lo que subrayo de ellos.
Y es que subrayar un libro viene a ser, según cómo, un acto íntimo, que puede llegar a delatar bastante cosas, algunas muy pintorescas, de quien lo ha cometido. Y que, más frecuentemente, da lugar a toda suerte de extrañezas.
Todos hemos leído en alguna ocasión un libro con los subrayados de otro, ya se trate de un conocido, ya de un lector anónimo que lo tuvo antes que nosotros (en el caso de un libro de segunda mano, o cedido en préstamo por una biblioteca). Y a muchos nos ha intrigado el criterio a veces tan extravagante con que aparecían destacados determinados pasajes a los que no terminábamos de encontrar ningún mérito o atractivo particular.
Una extrañeza de naturaleza semejante ha podido invadirnos al releer un libro subrayado tiempo atrás por nosotros mismos, con énfasis e intenciones que en el presente se nos escapan. ¿Cómo entonces exponer a los ojos de quien sea un libro subrayado bajo vaya uno a saber qué influjos o intenciones?
Y sin embargo, la lectura verdaderamente compartida sería aquella en la que uno subraya en sintonía con el otro, en un grado de complicidad semejante al que supone compartir el sabor de una manzana. No una manzana cualquiera -tú la tuya, yo la mía-, sino esa misma manzana. "Si es cierto que no puedes contarle a alguien algo que no has experimentado, el acto de leer es aquel en el que uno lee con alguien."
Es el poeta Robert Creeley quien dice esto en la entrevista que concedió a The Paris Review en los años sesenta, recogida hace poco, junto a su esencial Autobiografía y un puñado de poemas memorables, en un precioso volumen editado por la Universidad Diego Portales de Chile (Robert Creeley, Autobiografía y otros textos, 2010).
Apuro me daría prestar a quien fuese este libro, que tengo subrayado de un modo indecoroso, pues casi no queda renglón sin marcar. Pero es que hay libros de los que bastaría subrayar la portada. Son aquellos que estamos obligados a releer.