Ignacio Echevarría
Ignoro si en Estados Unidos existen precedentes de una iniciativa como la de este programa, aunque sospecho que sí. Por otro lado, el catastrofismo que cunde en el mundo del libro parece justificar cualquier cosa, con tal de animar el cotarro. Y cualquier cosa, asimismo, parece justificada con tal de eludir la maldición que pesa sobre el mundo del libro en la televisión, donde no parece concebirse para él otro formato que no sea el de unos cuantos tipos soltando pedanterías en imposibles franjas horarias. Stoya's Bookclub propone una divertida parodia de esta manía.
Como sea, la noticia mueve a reflexionar, aunque sea algo peregrinamente, sobre las relaciones entre pornografía y crítica. No, por favor, no sean mal pensados, no me estoy refiriendo ahora a que, traducidas a la terminología sexual, no pocas críticas puedan ser entendidas como glotonas felaciones, y muchas otras descodificadas como si de ceremonias sadomasoquistas se tratara, pues tan aficionados se muestran unos y otros a toda suerte de servidumbres y de sevicias. Yo apuntaba más bien al hecho de que a menudo, como la pornografía, la crítica somete a su objeto a primeros planos y a esquinados encuadres que lo desvirtúan, que en cierto modo sustraen a la lectura el encanto y el placer que se obtiene de su desinhibido ejercicio, no mediatizado por una cámara que lo mecaniza y lo despoja de todo romanticismo.
La comparación podría estirarse sin demasiado esfuerzo en muchos sentidos, hasta reparar en la prosperidad de la que goza en la actualidad el llamado porno amateur, que bien cabe equiparar a la crítica amateur de muchos blogs. Puede que, como la pornografía, la crítica termine por circular en cauces supuestamente marginales que sin embargo abastecen a un buen número de adictos más o menos encubiertos. Y puede que, como ella, preserve, por debajo de su mala fama, y de su con frecuencia hipócrita proscripción, un potencial transgresor y no sólo escandalizador.
Pero no hay por qué ponerse estupendos. Lo que entretanto viene ocurriendo más evidentemente es que, como la pornografía, también la crítica ha sido desustanciada por la publicidad y por ese sucedáneo de la publicidad en que tantas veces se traduce el llamado periodismo cultural. Del mismo modo que la publicidad usa y abusa de las insinuaciones sexuales, del erotismo latente, del porno blando, hasta hacer casi más excitante el spot de una colonia que un corto XXX, así también el lenguaje de la publicidad ha expropiado a la crítica de su lenguaje o, lo que es peor, le ha impuesto el suyo propio, de modo tal que no hay forma de preferir entre el texto de una sobrecubierta , el de la crónica de la presentación de un libro o el del reseñista de turno.
No es extraño, entonces, que los críticos más concienzudos ofrezcan un semblante y unas maneras cada vez más adustos, mientras las pornostars ocupan su lugar.