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Mínima molestia

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Por Ignacio Echevarría Ver todos los artículos de 'Mínima molestia'

29 julio, 2011 02:00

Ignacio Echevarría


Lo cuenta Rafael Sánchez Ferlosio en un ensayo memorable (Nigra sum sed formosa, del 2000). Veraneaba en Sigüenza con su hija y los dos iban a bañarse a diario a una pequeña piscina de cemento precariamente improvisada a la que acudían los veraneantes más modestos o los que, como ellos, no se mostraban demasiado exigentes. Allí empezó a llamarles la atención "una muchacha solitaria, como de unos veinticinco años, que todos los días, indefectiblemente, se echaba al sol en un pequeño rellano embaldosado que también nosotros habíamos elegido para el mismo fin". A fuerza de coincidir en tan apretado espacio, terminaron por saludarse y cruzar algunas palabras, y se enteraron así de que la muchacha era mecanógrafa y de que disponía de veinte días de vacaciones. "Pues bien -concluye Ferlosio-, no es que la sometiésemos a una constante vigilancia como para poder jurarlo ante notario, pero sí para afirmar con bastante certidumbre que aquella chica se pasó sus veinte días de vacaciones achicharrándose al sol de sol a sol, salvo algún breve chapuzón que se daba entre muy espaciados intervalos, un rato bocarriba, otro rato bocabajo, ahora por el costado izquierdo, ahora por el derecho, bajo el furor del sol, lo mismo que un san Lorenzo en la parrilla, y siempre permanentemente sola, tal vez muerta de tedio."

A Ferlosio no le parece aventurado colegir que aquella joven mecanógrafa estaba "consumiendo" (no se atreve a decir "malbaratando") sus veinte días de vacaciones "tostando su cuerpo al sol tan sólo porque el intenso bronceado que al fin conseguiría le permitiría demostrar, cuando volviese a la ciudad, que ella también había tenido el privilegio de disfrutar de sus propias vacaciones".

Cuenta Ferlosio esta anécdota con el propósito de ilustrar cómo el canon de belleza que determina la afición por las pieles bronceadas, como antes por las pieles blancas, viene impuesto por un mismo criterio determinante del valor: en un caso como en otro, denota ocio. Tener la piel blanca fue durante siglos indicio de solvencia, de una vida protegida de las inclemencias de la intemperie a la que estaban expuestas las clases trabajadoras. (Lo sigue siendo en países en que la blancura de la piel indica pertenencia a la raza dominadora.) A partir de un momento dado, sin embargo, conforme las clases trabajadoras ingresaron en masa en las fábricas y en las oficinas (proceso que no por casualidad coincidió con la nueva afición por los balnearios y las playas), pasó a ser la piel bronceada la que sugería tiempo libre y calidad de vida.

Que el canon de la belleza esté determinado por el ocio demuestra, según Ferlosio, "hasta qué punto la riqueza -que es lo que hace posible el ocio- es la instancia suprema" de los valores que intervienen inconscientemente en nuestros juicios. Así se explica, por otro lado, que nuestra sociedad haya terminado por segregar, muy ligada a la estética del ocio, una "ética del ocio", que sólo aparentemente se contrapone a la "ética del trabajo". Y es que, como la del trabajo, aquélla entraña también una suerte de obligación, hasta el extremo de que cabría hablar en la actualidad de una "dictadura del ocio" a la que iría asociada la industria de las vacaciones, que impone entre sus preceptos el de exponerse al sol.

En una conferencia de 1969 hablaba Adorno de cierta presión colectiva que empuja a lucir el bronceado como índice de normalidad e incluso de éxito profesional: "Si los empleados vuelven de las vacaciones sin haber adquirido el color obligatorio, pueden estar seguros de que sus compañeros les preguntarán con sorna: '¿No ha estado usted de vacaciones?'". De ahí que, para Adorno, el bronceado actúe como un elemento más del control social a que está sometido el llamado tiempo libre. Éste sería, en realidad, bastante menos libre de lo que parece. Y no sólo porque viene impuesto por la lógica del trabajo (que tolera las vacaciones como una inevitable etapa de "refresco" destinada a optimizar el rendimiento del trabajador), sino además porque la libertad a la que se remite no deja de ser, en buena medida, una "libertad organizada", "coactiva".

No resulta impertinente hacer estas consideraciones un día como hoy, víspera, para muchos, de unas ansiadas vacaciones. Por otro lado, no sería de extrañar, al paso que vamos, que el ocio forzoso de tantos millones de parados que pasan sus "lunes al sol" terminara por poner de moda nuevamente la piel blanquísima.

Ténganlo en cuenta, queridos lectores, antes de freírse.
Y buen verano.