Cuentos de verano
Por Ignacio Echevarría Ver todos los artículos de 'Mínima molestia'
9 septiembre, 2011 02:00No es mi intención abundar aquí en lo que, por insinuarlo alguna vez, me ha supuesto sus buenos estirones de pelo, amén de la inquina eterna de quienes se han sentido ofendidos por ello. Me refiero a eso de que el género del cuento, objeto en nuestro país de las solícitas atenciones que suelen dispensarse a los niños retrasados o muy enclenques, parece pervertido por la idea de que se trata de un "género-muestra", que sirve a algunos narradores para enseñar la patita, y a antólogos y editores de revistas para armar periódicamente -tú sí, tú no- sus propias fotos de grupo.
Me pregunto si con esta manía de acudir a los escritores para rellenar con viñetas narrativas las páginas veraniegas no se corre el riesgo de provocar en los lectores un reflejo pavloviano que haga que el acto de leer un cuento permanezca automáticamente asociado al olor de los aceites bronceadores, al griterío de los niños, al agua de la piscina o a las colas en los supermercados. Flaco favor se estaría haciendo en ese caso a quienes, imbuidos de su "amor al género", no cesan de promoverlo en cuanto encuentran la ocasión.
Gracias a Dios, por Navidad también suele ocurrir que se acuda a los escritores para semejantes menesteres. De hecho, el cuento de Navidad constituye un subgénero ya muy veterano, de tradición bastante gloriosa, por cierto. Y no hay indicios de que el recuerdo de los turrones y los villancicos haya disuadido a nadie de seguir leyendo más cuentos el resto del año. Bien es verdad que tampoco consta que haya actuado de incentivo para hacerlo.
¿O sí? ¿Alguien lo sabe?
Como fuere, de lo que se pretendía hablar aquí es de toda esa literatura de ocasión que, como los cuentos de verano, no deja de representar para los escritores una actividad en cierto modo punto mercenaria, como lo son sus trabajos netamente periodísticos. Sólo que aquí no se trata de articulismo propiamente dicho, sino de algo más o menos relacionado con su condición de creadores, es decir, con el núcleo más específico de su dedicación.
Herederos como aún somos de la mitología romántica, nos resistimos a poner en palabras lo que nunca ha dejado de ocurrir: que los escritores cumplen un servicio público que en ocasiones poco tiene que ver consigo mismos, con la expresión de sus cuitas y de sus obsesiones, ni siquiera de sus ideas.
Recuerdo la gracia que me hizo tiempo atrás, al visitar por vez primera Marrakesch, ver en las calles carteles en que se anunciaba "Écrivain public". Luego supe de la institución -vigente tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos- del "poeta laureado", nombrado oficialmente para que componga poemas en ocasiones señaladas. Lo fueron Ted Hughes y Joseph Brodsky, nada menos.
Se trata de extremos en que se pone de manifiesto un hecho bien común: que, en la medida en que se profesionaliza, el escritor "se emplea" como tal, y cumple, a cambio de salario o publicidad, funciones de muy vario signo, entre ellas, ya se ha visto, la de procurar refresco y solaz a las fatigadas tropas de trabajadores en descanso.
En mi experiencia como editor de "obras completas" he debido afrontar en más de una ocasión las dudas razonables y los escrúpulos que en ocasiones suscita considerar parte de su "obra" los textos de ocasión que un autor escribió para satisfacer vaya uno a saber qué necesidades, compromisos o conveniencias.
No todos aciertan, en esas ocasiones, a nadar y a guardar la ropa, por mucho calor que haga.