Ignacio Echevarría
Quienes viven en Barcelona, o la han visitado recientemente, han tenido ocasión de ver, con estupor o con espanto, en qué se han convertido las otrora famosas Ramblas de esta ciudad: un paseo de feria dominguera, donde los antiguos puestos de flores y de pájaros van siendo desplazados por horripilantes puestos de helados, bollos, chucherías. Los vendedores callejeros torturan los oídos del paseante con unos aparatejos que se introducen en la boca y que producen un pitorreo enervante, como de muñeco de goma. Y si ya el paso lerdo y pasmado de los turistas resulta por lo común exasperante, cualquier intento de caminar seguido se ve con frecuencia impedido por los grupos que, aquí y allá, rodean a los furtivos trileros, a los acróbatas y bailarines que montan su espectáculo y, sobre todo, a las estatuas vivientes que en las últimas décadas no han cesado de proliferar.
Las estatuas vivientes han pasado a ser parte del paisaje urbano en muchas ciudades de Europa. Se las encuentra siempre en las calles o plazas más concurridas. Años atrás se trataba de eso exactamente: de hombres o mujeres que se fingían estatuas o maniquíes, disfrazados de cualquier cosa, asombrando al público por la capacidad que tenían de permanecer estáticos durante largo rato. Con el tiempo, sin embargo, la cosa se ha ido sofisticando y, como en el cine, han ido ganando terreno lo que podríamos llamar "efectos espaciales". La gracia ya no consiste tanto en la impavidez de la "estatua" en cuestión, como en la espectacularidad o la extravagancia de su disfraz, y en las monerías más o menos impactantes que hace cuando el espectador arroja su moneda en el platillo.
El asunto parece anecdótico, pero, dadas las dimensiones que ha cobrado, al menos en las Ramblas de Barcelona (donde, en la hora punta de una jornada festiva, se cuentan por decenas las "estatuas" que escoltan el paseo), las autoridades municipales se van sintiendo en la obligación de intervenir en él. Como corresponde a estos tiempos de miseria, las últimas iniciativas apuntan a gravar a las "estatuas" con impuestos. En otros momentos se habló de someterlas a un determinado control de "artisticidad". Ignoro si esta última idea prosperó. En cualquier caso, pagaría por saber cómo y con qué criterios se constituye un comité o se elige a un inspector destinado a decidir qué estatuas se adecuan o no al buen gusto.
Lo que yo vengo a proponer es mucho más sensato y más conforme al orden y a la instrucción de la ciudadanía. Cuenta, además, con la virtud de resolver varios problemas de un plumazo. Verán: se trata de convertir las dichosas estatuas en un servicio público, controlado por el Ayuntamiento. El concejal de turno encargaría a las estatuas en cuestión la creación de grupos escultóricos que, con carácter eventual, rendirían homenaje a personalidades o acontecimientos que, por las razones que sea, se estima, en un momento dado, que merecen un cierto reconocimiento.
Los beneficios de este proceder serían múltiples. De entrada, la medida permitiría recortar el gasto a menudo desorbitado que supone consagrar un monumento artístico a un prócer o una celebridad. Si se consideran los horrores a que suele dar lugar, no sólo en Barcelona, este tipo de estatuaria pública, resulta que nos ahorraríamos encima un montón de disgustos. Pero es que además se podría controlar el atractivo y la fortuna de la estatua en cuestión, mejorarla en función de su mayor o menor éxito, plebiscitarla, en suma. Y, sobre todo, graduar su permanencia en función de distintas variables (vigencia de los méritos y logros alcanzados por la personalidad en cuestión, oportunidad de recordarlos, desplazamiento del interés colectivo hacia otros asuntos, etcétera), permitiendo una renovación constante, una permanente puesta al día de los objetos a los que la ciudadanía rinde tributo.
Una estatuaria, por así decirlo, a la carta; se me ocurre proponer. Móvil, recambiable, rectificable, especulativa. Atenta a la actualidad y a los vientos que soplan. Pedagógica, ejemplificadora, si se quiere, o simplemente celebratoria. Aquí una persona sola, representando al gran escritor del momento, al político de última hora, al deportista triunfador. Allá un pequeño grupo representando algún suceso famoso o el último encuentro entre jerarcas de cualquier índole. O bien, siguiendo la tradición catalana de los pesebres y de las pasiones vivientes, la escenificación en puntos estratégicos de la ciudad, conforme al calendario, de recordatorios de hechos célebres o heroicos: la proclamación de Barcelona como sede olímpica, por ejemplo.
Y, de paso, se combate el paro.