Ignacio Echevarría
Evoca allí Lévy una conversación que al parecer mantuvo con Romain Gary en 1977. Durante la misma, Gary habría dado rienda suelta al resentimiento que le producía el vacío en que caía su nombre toda vez que se discurría en un plano de cierto vuelo intelectual. De pronto -cuenta Lévy-, interrumpió Gary su perorata acerca de una "nueva era glaciar en la que ya nadie leería a nadie" para concluir en tono sombrío: "Sólo cuenta una cosa, ser o no ser citado; y yo pertenezco a la auténtica raza maldita, que es la de los escritores a los que no se cita nunca".
Captar el intenso efecto de consternación y patetismo que se desprende de esta declaración requiere tener presente qué tipo de escritor era Romain Gary. Procedente de una familia de emigrantes, combatió heroicamente por la France Libre y obtuvo la Legión de Honor. Aventurero, diplomático, hombre elegante y seductor, se le conocieron sonados amoríos con artistas y mujeres de mundo. En 1962 se casó con la bellísima Jeanne Seberg, nada menos. Años antes, en 1956, había obtenido el premio Goncourt con la novela Las raíces del cielo. Todavía había de obtenerlo una vez más, en 1975, con La vida por delante, publicada bajo el seudónimo de Émile Ajar, con el que Gary trató inútilmente de reinventarse como escritor y sacudirse el estigma de novelista exitoso pero escasamente considerado que lo atormentaba. No lo consiguió. Se suicidó en 1980.
Basten estos groseros apuntes para captar la desesperación de las palabras que Lévy le atribuye: "¿Acaso piensa usted -habría dicho Gary- que lo que cuenta es ser bueno o eficaz, tener algo que decir o escribir para no decir nada? ¡Qué va! La única distinción verdadera se produce entre aquellos a los que se puede citar y a los que no; vea si no mi caso... Ya puedo decir lo que quiera... contar cosas extraordinarias... Jamás, ¿me oye?, jamás verá usted a nadie que escriba: Gary dice que... Gary piensa que... Según Gary... Me copiarán, sí... Me saquearán... Pero nombrarme, eso no... imposible... no resultaría serio...".
La glosa que Lévy dedica a estas palabras se halla transida de una particular elocuencia (inspirada acaso por lúgubres presentimientos acerca de sí mismo). Con la misma perplejidad que Gary, se pregunta Lévy qué leyes misteriosas rigen el tráfico de nombres en que se resuelve la posteridad de un escritor; qué es lo que determina que su nombre se convierta o no en "maldito". Y aunque -cosa rara en él- no sepa dar con la respuesta, dramatiza convenientemente los interrogantes: "¿Qué distingue a unos nombres de otros? ¿A los buenos de los malos? ¿Qué es lo que hace que uno sea un valor seguro, un valor refugio, uno de esos nombres tranquilizadores y fiables, uno de esos nombres sonoros y sin historia que, incluso si nada dicen, siempre lucen bien; o que, por el contrario, sea un maldito, sea mal visto, tenga mala fama, uno de esos nombres a ocultar, cuyo empleo no está prohibido, ni resulta escandaloso (eso resultaría sólo un mal a medias), sino que resultan simplemente impensables, impracticables, y se hallan, esos nombres impronunciables, condenados a no ser escritos?".
Como asegura el propio Lévy, toda la cuestión reside ahí.
Nada más concluyente que el ejercicio que, a este respecto, propone: "Tómese no importa qué nombre y trátese de escribir, simplemente escribir, tal como quería Gary: ‘Como dice fulano... Como piensa fulano... Tal y como fulano ha dejado establecido...'. Se verá cómo la frase adopta una forma, cómo engloba el nombre, se adhiere a él, se enrosca a su alrededor como si de su más preciada joya se tratara. O bien se verá cómo se contrae, cómo se estremece, se verá cómo el dichoso nombre la disuelve, la deshace, impide literalmente que sea escrita, conformada".
Hagan la prueba ustedes mismos y verán. Sí, verán qué curioso.
Otro día damos vueltas a las razones de que ocurra así.
Entretanto, un ejercicio para casa: una lista de cinco escritores españoles de gran éxito a los que les pase lo que a Gary.
Bueno, sólo tres, no se quejen tanto.