Ignacio Echevarría



Sobre la figura del crítico se acumulan incontables tópicos que, como un sambenito, lo señalan de mala manera, atrayendo sobre él toda clase de suspicacias y antipatías, no pocas veces bien fundadas. Uno de esos tópicos es el que lo pinta como un tipo agrio y malhumorado, por lo común resentido, no sólo dispuesto sino proclive a segregar su bilis o desatar su furia sobre todo objeto que no se adecua a sus gustos, a sus criterios, a sus manías. Digo "objeto" cuando, en realidad, parece casi inevitable que sus comentarios, buenos o malos, sean leídos en referencia al autor del libro en cuestión (pues nos ocupamos ahora, concretamente de la crítica literaria); que se diga, a propósito de cualquier crítica, que "Fulano se carga a Mengano", o que lo deja muy bien, con preferencia a "Fulano comenta tal libro".



Una de las razones por las que tanto la crítica como los debates de cualquier tipo nunca terminan en España de arraigar de un modo serio es que, por grande que sea el cuidado puesto en no interpelar directamente al interlocutor, toda crítica tiende aquí a ser leída, casi sistemáticamente, como crítica ad hominem. Y bueno, este es uno de los problemas angulares de la crítica, al menos desde el punto de vista ético: ¿en qué medida el repudio o la alabanza de un libro cualquiera puede dejar de lado a su autor? ¿No es legítimo sentirse aludido, además de concernido, por el ataque dirigido a aquello en que uno ha empleado meses, quizás años de esfuerzo, aparte de -se supone- todo el talento que es capaz de reunir?



Se me ocurre un símil que quizá puede servir para ilustrar cómo suceden las cosas. Piensen en los conductores de automóviles, y en esa ira, justificada o no, que eventualmente los embarga cuando, circulando por la carretera o por las calles de una ciudad, se ven estorbados de cualquier modo por un "cretino", como enseguida lo consideran. No es raro que, si la situación se prolonga (el idiota ese que no sabe aparcar, aquel capullo que ha dejado el auto en doble fila), esa ira derive en insultos a menudo gruesos, proclamados a viva voz, y que hasta se produzcan incidentes graves. Pero asimismo ha ocurrido alguna vez -yo mismo he sido testigo de ello- que el zopenco aquel que nos acaba de obligar a frenar de golpe y al que hemos pitado de forma violenta quede a nuestro lado en el semáforo siguiente y descubra uno, asombrado, que se trata de un conocido al que, entre risas, ni siquiera vale la pena pedir disculpas antes de saludarlo alegremente.



¿A quién interpela uno cuando se siente víctima de un adelantamiento peligroso o de un frenazo imprevisto? ¿Al automóvil o a su conductor?



La respuesta queda lejos de ser sencilla. Resulta absurdo pretender que imprecamos a una máquina. Pero, en rigor, tampoco insultamos a una persona física, real, sino más bien a un ente mixto, que existe únicamente en cuanto la persona ejerce como conductor y se halla dentro de su auto.



Recuerdo ahora un viejo corto de animación de la factoría Disney. Lo protagoniza Goofy. El corto se titula Motor Mania, y es del año 1950. Se puede encontrar fácilmente en YouTube, véanlo, es gracioso. Goofy es allí un escrupuloso y pacífico ciudadano incapaz de pisar una hormiga. Una vez sentado a su auto, sin embargo, sufre una transformación como la del Dr. Jekyll en Mr. Hyde y se convierte en una especie de demonio, infinitamente susceptible y agresivo.



Pongamos que, en el peor de los casos, el crítico sea como Goofy. Un tipo corriente que, sin embargo, con un libro entre las manos, y puesto en situación de leerlo con vistas a pronunciarse públicamente sobre él, se transmuta en celoso guardián de su propia concepción de la buena literatura y exacerba su susceptibilidad hacia todo lo que la confirma o la contraría. Del mismo modo que, en esta tesitura, él deja de lado al ecuánime ciudadano que suele ser, los ataques que entonces prodiga no van dirigidos al -a su vez- pacífico ciudadano que se aloja en el libro en cuestión, no al menos en cuanto sujeto independiente, aislable del libro mismo. Después de maltratar por escrito su libro en las páginas de un diario, podría coincidir con él en un ascensor y mostrarse reverencioso y amable, sin ninguna hipocresía.



Y es que no se trata, en rigor, de nada personal.



Cómo explicarlo.