Ignacio Echevarría



En Ediciones Universidad Diego Portales (la editorial chilena a la que debemos los dos únicos libros que, no sin resistencia, Nicanor Parra ha consentido dar a la luz en los últimos veinte años) acaba de publicarse una selección de ensayos y artículos de Horacio Castellanos Moya. La metamorfosis del sabueso, se titula, y es un volumen altamente recomendable por muchos motivos, entre ellos los que señalan a Castellanos Moya como uno de los más representativos narradores de Centroamérica, lo cual equivale a señalarlo como un narrador marcado por tres de los imperativos que inevitablemente determinan la trayectoria de cualquier escritor procedente de esa zona del mundo: el de la política, el de la violencia y el del exilio. Sobre estos y otros asuntos versan los ensayos de Castellanos Moya, pero también sobre algunas de sus querencias y veneraciones literarias. Y la obra de Roberto Bolaño (como la de Onetti, como la de Kenzaburo Oé, como la de Roque Dalton, como la de Canetti) es una de ellas.



Aunque su relación fue sobre todo epistolar, entre Bolaño y Castellanos Moya circuló una intensa corriente de simpatía y aprecio mutuos, patente en el sincero apasionamiento con que el primero se refirió a C.M. en una columna en la que destacaba como vértices de su obra "el horror, la corrupción y una cotidianidad que tiembla en cada una de sus páginas y que hace temblar a sus lectores". El libro de Castellanos Moya al que me remito incluye tres textos sobre Roberto Bolaño. Por el más tardío de ellos, "El mito Bolaño en Estados Unidos", me entero de la existencia de un ensayo de Sarah Pollack dedicado al modo en que ese mito se ha construido (Latin America Translated (Again): Roberto Bolaño's The Savage Detectives in the United States, Comparative Literature, núm. 61, verano de 2009).



Por lo que alcanzo a vislumbrar a través de las palabras de C.M., la tesis del ensayo -que aún no he conseguido leer- es que "detrás de la construcción del mito Bolaño no sólo hubo un operativo de marketing editorial, sino también una redefinición de la imagen y de la literatura latinoamericanas que el establishment cultural estadounidense ahora le está vendiendo a su público". Conforme a esta imagen -que emana de la idealizada leyenda de Bolaño como héroe rimbaudiano, enganchado a su juventud rebelde y contestataria, consumido por sus propios excesos-, toda utopía conduce, tarde o temprano, a una disyuntiva: la derrota y la autodestrucción, por un lado, o el ingreso más o menos resignado en la normalidad. "Es como si Bolaño estuviera confirmando lo que las normas culturales de Estados Unidos promocionan como la verdad", escribe Pollack.



Reparo en esta tesis de Pollack porque, aunque desde un punto de vista distinto, refuerza mi propia convicción de que entre las claves más determinantes del éxito de Bolaño se cuenta la de -en efecto- propiciar una lectura claudicante y en cierto modo consolatoria del fracaso de la vanguardia, cuyas consecuencias tienen un signo políticamente conservador.

El asunto es demasiado complejo como para ser liquidado en una columna. Pero habría que empezar por aceptar que en la obra de Bolaño, así como en sus crepitantes charlas y declaraciones, hay sobrados elementos que justifican leerla como una especie de elegía funeraria al sueño de la revolución, al demonio del absoluto que acecha en la más arrebatada poesía, asociadas una y otra al delirio de la juventud.



La "solución" Bolaño, ha escrito Alan Pauls, consistió en "inventar la Vanguardia como leyenda y convertirse en su mitógrafo, su mitólatra, su mitócrata".



Quizá va llegando la hora de explorar y poner en evidencia hasta qué punto la obra de Bolaño permanece sin embargo ligada a la vanguardia y contiene pese a todo, sepultado bajo la gruesa capa de romanticismo juvenil que tanto encandilamiento produce, un ingrediente insobornablemente subversivo.



Rubén Medina ha insistido con razón en la fidelidad de Bolaño a los postulados éticos del infrarrealismo que lideró durante sus años en México, junto a su gran amigo Mario Santiago. Pero quizá el modo más conveniente de enfrentar esta cuestión sea remitir la obra de Bolaño a uno de sus referentes más tempranos y constantes: el de Nicanor Parra, precisamente, cuya "antipoesía" acierta a romper el nudo gordiano de la vanguardia en la segunda mitad del siglo XX, al conectarla con la cultura popular y la cultura de masas sin perder por ello su talante provocador ni sucumbir a los cantos de sirena de esta última.