Ignacio Echevarría



Semanas atrás, en una conversación de sobremesa, hube de enterarme (¡a estas alturas del curso!) de qué cosa es un troll en el vocabulario de Internet. Al parecer, la etimología del término remite a una expresión inglesa, "trolling for suckers", que vale por ‘pescar incautos', más o menos; pero su fortuna se debería a su asociación con "los troles de la mitología escandinava y los cuentos infantiles, retratados a menudo como criaturas feas y odiosas inclinadas a la maldad". Saco esta información de la correspondiente entrada de Wikipedia, donde la palabra troll, en su acepción en Internet, es objeto de una exposición asombrosamente prolija, documentada y ecuánime. Por si acaso hubiera alguien todavía menos enterado que yo, extracto aquí la definición sumaria de troll que da la Wikipedia: "persona que sólo busca provocar intencionadamente a los usuarios o lectores, creando controversia, provocar reacciones predecibles, especialmente por parte de usuarios novatos, con fines diversos, desde el simple divertimento hasta interrumpir o desviar los temas de las discusiones, o bien provocar flamewars (‘guerras de mensajes hostiles'), enfadando a sus participantes y enfrentándolos entre sí".



Y bueno, al parecer esto de los trolls es un asunto candente, objeto de preocupación y de encendidos debates. En la conversación a que he aludido, el tema llegó de la mano de una tronante columna de Elvira Lindo en la que ésta se lamentaba de que, en nombre de "eso que equivocadamente se ha dado en llamar la democracia digital", los periódicos se muestren permisivos con los trolls. Esa permisividad, según ella, "va a conseguir expulsar a los lectores de cierto nivel de inteligencia crítica de foros que albergan a insultadores, que van de un periódico a otro pringando y malbaratando la opinión pública" ("Carta al director", El País, 11.12.2011).



El enojo de la Lindo y de tantos otros me resulta de lo más comprensible, por grande que sea la alarma que me despierta, a su vez, la idea subyacente de tutelar o filtrar los foros. Para eso, me digo, mejor acabamos con los foros mismos, que la mayor parte de las veces no me parecen otra cosa que ruidosas jaulas de grillos. Ahora bien, si por las razones que sea se sigue adelante con ellos, conviene puntualizar que los trolls que los infestan son sólo una parte del problema, y no necesariamente la peor.



La otra parte la constituyen lo que, ignorando ahora mismo si se dispone de un término específico en el vocabulario de Internet, resuelvo llamar aquí, tentativamente, mimosines.



Un mimosín sería -y parafraseo ahora la ya citada definición de troll de la Wikipedia- la persona que sólo busca halagar su propia estima, generando complicidad y buena onda, y provocando de este modo reacciones predecibles, con fines diversos, desde la simple ostentación de buenos sentimientos hasta la fervorosa exaltación de una suerte de ecumenismo cuyo efecto más corriente es el empantanamiento de toda posibilidad de debate en una sopa boba compuesta a partes iguales de asentimiento indiscriminado, de cursilería moral y de autosatisfecha beatería. Mucho más que en los foros de noticias periodísticas, los mimosines intervienen masivamente en los foros de los blogs personales, muy en particular cuando se trata de letraheridos. Echen un vistazo a los blogs de algunos de los escritores más conspicuos de este país y enseguida sabrán de qué les hablo. Me proponía traer aquí algunos ejemplos concretos, pero a última hora me ha parecido que iba a dar lugar a malinterpretaciones, y, por otro lado, no se trata de zaherir a nadie, pobres mimosines, en el fondo lo que buscan es cariño. Otra cosa es que, a fuerza de prodigarlo ellos mismos, terminen por amermelarlo todo, y socaven lenta pero implacablemente el sentido de autocrítica que cualquiera, sobre todo si es escritor, debería cuidar con el mayor de los celos, protegiéndose en lo posible de los lametones y las zalamerías que lo arrullan y lo ablandan.



Oh, sí, todo esto puede sonar muy antipático, pero es que, como escribía Sánchez Ferlosio en un pecio impagable, la antipatía no es otra cosa que "resistencia y repugnancia a simular y escenificar -abyectamente- un mundo que no existe".



Oh, sí, todo esto puede antojarse muy negativo, pero es que, como escribía Adorno saliendo al paso de la consigna que nos impele a ser positivos y celebrar indiscriminadamente cuanto se ofrece como cultura, "tan pronto la cultura se acepta como un todo, se la priva del fermento de su propia verdad, que es la negación".