Ignacio Echevarría



Años atrás, Eduardo Mendoza dirigió para Círculo de Lectores una colección de narradores hispánicos comprendidos entre la primera mitad del siglo XIX y el primer tercio del XX. Entre las obras seleccionadas, incluyó una novela de Armando Palacio Valdés: Santa Rogelia, de 1926. Consecuente con su extravagancia, Mendoza resolvió prologar él mismo el libro. "¿Quién se acuerda de Armando Palacio Valdés?", se tituló aquel prólogo -excelente, por cierto-, que indagaba con humor melancólico en las razones del casi perfecto olvido en que ha caído ese escritor, otrora enormemente célebre. Pues, como recordaba Mendoza, Palacio Valdés gozó en vida de un amplísimo reconocimiento, en España y fuera de ella, y tanto por parte del público como de la crítica. Gran amigo de Clarín, se codeó con los más ilustres escritores del momento; desataba pasiones en Estados Unidos, recibió en Francia la Legión de Honor, fue postulado en varias ocasiones al Premio Nobel, se hicieron múltiples adaptaciones cinematográficas de sus novelas, a menudo con repartos estelares, y entretanto se vendían centenares de miles de ejemplares de sus libros, por los que recibía astronómicos adelantos.



¿Quién se acuerda de Armando Palacio Valdés? se tituló también el volumen en que, además de aquel prólogo, Mendoza recogió, muchos años después, todos los textos escritos por él para su colección de Círculo (Galaxia Gutenberg, 2007). En la sobrecubierta se reproducía una fotografía de época en la que Palacio Valdés aparece acodado sobre una balaustrada, rodeado de José María de Pereda, Benito Pérez Galdós y Marcelino Menéndez Pelayo. La foto es del año 1905, y es muy probable que ese hombre que mira directamente a la cámara no concibiera ni por asomo la posibilidad de que un siglo después casi nadie supiese decir quién era, aun cuando ese alguien fuera capaz de identificar con facilidad a sus compañeros. ¿Cómo iba él a pensarlo?



Y sin embargo ya en los últimos años de su vida Palacio Valdés hubo de atisbar el desdén de que se hacía objeto por parte de las nuevas promociones. Pío Baroja lo consideraba "ramplón y, sobre todo, vulgar", y su juicio no se contaba entre los más severos.



La historia de la literatura abunda en casos semejantes al de Palacio Valdés. Baste recordar, aunque menos calamitoso -y por limitarnos a España-, el de su contemporáneo Vicente Blasco Ibáñez. Y el de tantos otros que invitan a recordar que ni el favor masivo del público, ni siquiera el aprecio de la crítica, garantizan el acceso, mucho menos la permanencia en esa extraña construcción que podemos llamar canon o, más imprecisamente aún, la memoria más o menos activa de la literatura.



En unos tiempos como los nuestros, en que parece risible toda pretensión de posteridad, conformados como estamos al horizonte siempre voluble del mercado y de las modas, se diría que quienes cuentan con el beneplácito no sólo del público y de la crítica sino, llegado el caso, también de la academia, no tienen ninguna razón para mostrarse susceptibles acerca de su lugar en el escalafón de la gloria, mucho menos en el de un hipotético futuro en el que difícilmente nadie será recordado y además qué importa.



Pero no es así, no me pregunten por qué pero no es así. La sola sospecha de no ver su nombre inscrito en la lista de pasajeros que ocupan el primer vagón del tren con destino -¡ja!- a la posteridad parece desasosegar a algunos escritores y escritoras que, en razón de su éxito, se sienten con pleno derecho a ocupar ese vagón. Y ello por mucho que todos sepamos que el tren de marras nunca llegará a su destino, y que lo más probable es que desvíe su camino o se estrelle.



Mucho antes que el infierno de los escritores condenados o el purgatorio de los escritores malditos, es el abarrotado limbo de los escritores perdidos, olvidados o ignorados, el que inspira inquietud incluso entre quienes cosechan todas las mieles del presente. ¿Qué ignotos mecanismos y jerarquías salvaguardan de la posibilidad de caer en él?



Tales mecanismos, sin embargo, operan día a día y a la vista de todos. Baste pensar en los autores españoles más vendidos en el año 2011, en la recepción unánimemente entusiasta que a sus libros ha deparado la prensa cultural, y en su paradójica pero previsible ausencia en las listas de los títulos más destacados del año, listas confeccionadas por los mismos críticos que ayer dedicaron a esas mismas novedades generosas reseñas, a veces casi histéricamente celebratorias.



Ya ven.