Image: Novelas, museos y política

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Mínima molestia

Novelas, museos y política

Por Ignacio Echevarría Ver todos los artículos de 'Mínima molestia'

24 febrero, 2012 01:00

Ignacio Echevarría

Bajo el desconcertante título El novelista ingenuo y el sentimental reunió Orhan Pamuk las seis conferencias que leyó con motivo de impartir uno de los célebres seminarios Norton de la Universidad de Harvard, en 2009. El volumen ha sido publicado recientemente por Mondadori, y quien atraviese la cáscara de aparente ingenuidad y de amable perogrullismo con la que Pamuk envuelve pudorosamente su cultura autodidacta se encontrará con un puñado de sorprendentes, audaces y certeras reflexiones en torno al arte de la novela y algunas de sus implicaciones.

Una de las conferencias lleva por título "Museos y novelas", y comienza trazando un inesperado paralelismo entre ambas instituciones, por así llamarlas. Lo hace por virtud de su común "cualidad archivística", es decir, por "su capacidad para conservar costumbres, actitudes y formas de vida".

Pamuk apunta una muy plausible analogía "entre el desarrollo de los museos y la transición histórica en los géneros literarios".

Y enseguida constata cómo, "del mismo modo en que los museos conservan objetos, las novelas no sólo conservan palabras, fórmulas verbales y modismos, sino que también dejan constancia del modo en que se utilizan en las conversaciones de la vida diaria".

"El hecho de reproducir el lenguaje cotidiano es un rasgo distintivo de la prosa de ficción", concluye Pamuk con algún atrevimiento, e hila esta observación con la del registro a menudo minucioso -aunque no siempre consciente- que las novelas hacen de lugares, situaciones, hábitos, atuendos, modas de todo tipo. Esto último lo invita a sostener que "al igual que las familias van a un museo los domingos, pensando que conserva algo de su pasado y deleitándose con este pensamiento, los lectores también sienten cierto placer al encontrar que una novela incorpora aspectos de su vida real", ya se trate de un suceso, de una calle, de una marca de automóvil, de lo que sea.

La vanidad del reconocimiento, sí, que explica la obstinada perseverancia del costumbrismo, bajo los más inopinados disfraces. Una vanidad a la que se suma la que lleva aparejada el sentimiento de distinción que por sí mismo procura el hecho de leer una novela, de visitar una exposición (y que explica la fortuna del bel letrismo y la metaficción en la novela contemporánea, así como muchas de las estrategias que emplean los museos para atraer espectadores).

Para Pamuk, "este tipo de orgullo y sus variaciones son los sentimientos compartidos que vinculan a novelas y museos, o a lectores de novela y visitantes de museos". Una observación esta que eleva el vuelo un poco más adelante, cuando Pamuk constata el muy diferente peso que tiene la política en los museos y en las novelas.

"Se ha convertido en tópico hablar de política cuando se habla de museos", dice Pamuk. "Por otra parte, hablar de política en una novela, o hablar de política cuando se habla de novelas, es algo que hoy día se hace con menor frecuencia, sobre todo en Occidente."

¿Por qué?

"Visitamos un museo; miramos unos cuantos cuadros y objetos; y luego, durante el fin de semana, leemos la crítica de la exposición en el periódico, que especula sobre la política oculta tras la elección del comisario. ¿Por qué se eligió una pintura en lugar de otra? ¿Por qué se descartaron otras obras? El problema que afecta a los museos y a las novelas, y que, por lo tanto, crea un vínculo entre ellos, es el de la representación y sus consecuencias políticas. Este problema es más evidente en países no occidentales relativamente pobres, en los que el número de lectores es menor."

Las perspectivas que en su conferencia traza Pamuk sobre este problema resultan de lo más sugerentes, e invitan a debatir extensamente sobre él. Me limito a destacar una sola. Para Pamuk, la clave reside en el hecho de que "los escritores occidentales no escriben para representar a nadie, sino simplemente para su satisfacción". Con toda naturalidad, "dan por sentadas la riqueza y la educación de un público literario consolidado", de modo que "no se sienten partícipes de ningún conflicto sobre a quién y qué retratar, y no les angustia la cuestión de para quién escriben, con qué fin y por qué".

Esta supuesta ventaja, que todos asumimos como tal, ¿lo es realmente? ¿No supone un arrinconamiento de la literatura a su dimensión más chatamente "museística"? ¿No implica una penosa minimización de su ámbito de incidencia, de influencia? ¿No es su total ausencia de representatividad la responsable de su insignificancia?

Seguiremos preguntando.