Ignacio Echevarría
El tratamiento hagiográfico que en la exposición recibe la figura de Adrià resulta en muchos aspectos sonrojante, y la cháchara en que se presenta envuelta es todo un modelo de campanuda retórica publicitaria, muy acorde con el estilizado diseño del espacio y las ingeniosas ideas con que ha sido rellenado. En el texto de presentación de la muestra, el portavoz del gobierno de la Generalitat y secretario general de la Presidencia, Francesc Homs i Molist, comienza diciendo que Ferran Adrià y el Bulli son "dos nombres que se asocian indiscutiblemente con valores como la creatividad, el riesgo, el talento, la libertad, el espíritu empresarial, la internacionalización, el dinamismo y la reflexión, todo ellos valores con los que los catalanes nos sentimos muy identificados". Algunos más que otros, cabría puntualizar. Pero quizá no es momento ahora de andarse con pejigueras.
Me asomé a la exposición con la aprensión inevitable que me suscita el empleo de dinero público para consagrar lo que, más allá del genio de su impulsor, no deja de ser una marca de empresa, por mucho que contemple entre sus fines beneficios de carácter social. Con la aprensión que produce la evidente instrumentalización política de esa misma marca. Con la curiosidad, también, por ver cómo se consigue hacer pasar por bien público un producto -la cocina del Bulli- al alcance únicamente de los sectores más privilegiados de la sociedad, debido a su complejidad, a su sofisticación y a su coste muy elevado. Con interés, además, por averiguar de qué modo cabe explicar, divulgar, contagiar las excelencias de un bien cuyo consumo pasa por un registro sensorial que permanece asociado, al menos en nuestra cultura, a la restringida esfera de la experiencia privada; un bien susceptible de ser descrito pero no socialmente compartido, o no al menos en la manera ni en la medida en que lo es, por ejemplo, una costosísima producción operística, inaccesible también a un público que no sea adinerado.
La exposición del Palau Robert sortea con bastante astucia estas cuestiones. Por un lado documenta, desde el punto de vista histórico y teórico, la génesis y la evolución de un modo muy particular de concebir la creación culinaria, y por el otro escenifica unas cuantas ideas "divertidas" (como la proyección sobre una mesa de todo un menú del restaurante), centrándose en el aspecto visual de unos platos concebidos también como creaciones plásticas sorprendentes, intrigantes y atractivas. Así y todo, la visita a la exposición no deja de constituir, al menos para el espectador bienintencionado e incluso participativo pero inmune a las toxinas del orgullo patrio, una especie de suplicio de Tántalo, dado que es interpelado exclusivamente en su condición de eso mismo, de espectador, pero no en la de consumidor, y le está vedado el disfrute cabal de aquello tan exquisito que se le muestra.
Observar esto último invita tangencialmente a preguntarse si lo que en nuestra cultura reconocemos como arte, y no sólo como creatividad, exige un cierto nivel de socialización de la experiencia por debajo del cual ésta se resuelve únicamente en placer y en subjetividad. O en lujo intransferible. A preguntarse, también, si el hecho de que lo que reconocemos como arte permanezca asociado a determinados sentidos -la vista, el oído- se debe simplemente al muy superior radio de captación de esos sentidos o tiene que ver, además, con cierta atrofia del lenguaje a la hora de elaborar críticamente la experiencia obtenida a través de los restantes.
Puede que plantearse preguntas como éstas, y otras muchas que se derivan de ellas, sea una forma de distraer la idea de que uno queda muy lejos de catar las virtudes de Adrià.