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Mínima molestia

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Por Ignacio Echevarría Ver todos los artículos de 'Mínima molestia'

30 marzo, 2012 02:00

Ignacio Echevarría


Pronto hará dos años que publiqué en esta misma sección una columna titulada "Contra la autenticidad". La escribí a propósito de las palabras con que Luis Magrinyà presentó en Barcelona su último libro, Habitación doble (Anagrama). Magrinyà se refirió en aquella ocasión al "actual mercado de autenticidades", que se abastece incansablemente de "autoficciones fotogénicas", como él decía. A mí me interesó particularmente esa observación, y traté de estirarla recordando cómo el culto a la autenticidad, según Adorno, constituye un síntoma inequívoco de la tendencia a la estandarización a que da lugar la llamada industria cultural, en todos los órdenes.

Hace menos tiempo, poco más de un año, publiqué, siempre dentro de esta sección, una columna titulada "Nombres". Esta vez fueron unas vibrantes palabras de Roberto Saviano las que me sirvieron de pretexto para reflexionar sobre el tabú que pesa sobre nuestra cultura a la hora de dar nombres propios en un contexto crítico o interpelador. Un tabú que suele resolverse en una triste disyuntiva: la de, o bien plantear debates abstractos, por los que nadie se siente concernido; o bien, al emplear nombres, distraer y fatalmente malograr todo posible debate. Pues la sola mención de cualquier nombre, al discurrir sobre lo que sea, produce tal ruido, genera tantas interferencias, que la discusión de las ideas queda completamente desplazada por las réplicas insultantes, la atribución de torcidas intenciones y la invocación de manías y de agravios personales.

Tres semanas atrás, en una columna titulada "Proletalirismo cult", retomé el asunto de la autenticidad, esta vez con miras a cuestionar la tendencia, para mí irritante, a emplear esta categoría -la de la autenticidad- como forma de enfrentarse a las supuestas sofisticación y artificiosidad, al intelectualismo y al elitismo que suelen atribuirse a la alta cultura. En mi columna, me arriesgaba a poner en escena esta cada vez más problemática dicotomía entre alta y baja cultura, y lo hacía con vistas a cuestionar el irreflexivo automatismo que mete en un mismo saco los conceptos en absoluto equivalentes de baja cultura, cultura de masas y cultura popular.

Resuelto a ignorar el tabú que pesa sobre los nombres propios, en mi columna mencioné a dos escritores que a mi entender ejemplifican aquello que yo me proponía señalar. Inevitablemente, la columna fue entendida y leída solamente como un ataque personal a esos dos escritores; un ataque cuyas motivaciones fueron objeto de enrevesadas especulaciones por parte de unos y de otros.

Respecto al asunto de la autenticidad y los malentendidos a que suele dar lugar, ná de ná. Y eso que, muy conscientemente, dejaba yo algunos flancos vulnerables en mi argumentación, empezando, ya lo he dicho, por el que supone traer a colación la dicotomía entre alta y baja cultura, o el de hacer concurrir sesgadamente, tachándola de lábil y engañosa, esa categoría tan conspicua de lo "pop".

A tenor de las reacciones que, al parecer, despertó mi columna, me entristece constatar de nuevo que el tabú de los nombres propios sigue pesando como una losa sobre todo amago de debate cultural. Uno nunca pierde la esperanza de que las cosas vayan a cambiar algún día.

Más penoso aún me parece detectar, ligada a las reacciones que despierta la mención de cualquier nombre, la persistencia de una idea altamente jerarquizada de la cultura. De las intervenciones que algunos hacen en blogs y redes sociales se desprende a menudo la susceptibilidad propia de quien tiene un elevado sentido del escalafón. De ahí que los debates en la red se traduzcan tantas veces en un cálculo económico de intenciones, hecho en razón de la posición que ocupa cada uno.

A veces pienso si la dicotomía entre alta y baja cultura, que parecía condenada a quedar obsoleta, no encuentra una réplica inesperada y casi caricaturesca en la dicotomía entre la cultura que circula en los soportes convencionales y todavía hegemónicos y la cultura en la red. Como sea, me sorprende observar la conciencia de subordinación con que, desde la red, muchos parecen comportarse.

Se tiene a ratos la impresión de estar oyendo a la servidumbre comentar las conversaciones de los señores y discutir acaloradamente a quién le toca servir la mesa. Y qué de peleas por hacerse notar. Una extraña vigencia de los escalafones, sí, que impide todo diálogo efectivo entre las dos esferas.

¿Que al señorito se le ha ocurrido subir a las golfas para interesarse por una? ¡Habrase visto! A saber con qué propósitos se toma el señorito el trabajo de subir hasta aquí. Menudo tunante está hecho.